En la primera película que Isabelle Huppert protagonizó para Michael Haneke, La pianista (2001), ofreció la que quizá sea la mejor interpretación de su carrera; imposible olvidar la determinación con la que su personaje se entregaba a los más perturbadores actos masoquistas. De nuevo a las órdenes del autor austriaco, vimos sobrevivir a la actriz francesa en un mundo arrasado por el apocalipsis en El tiempo del lobo (2003) y contemplar el sufrimiento senil de sus padres en Amor (2012). Ahora, en su cuarta película juntos, el director y la intérprete exponen algunos de los males de la sociedad actual a través del retrato de una familia burguesa excepcionalmente disfuncional. Happy end se estrena hoy en España, justo una semana después de La cámara de Claire, del cineasta surcoreano Hong Sang-soo, también protagonizada por la icónica actriz, a la que, por tanto, podremos disfrutar estos días por partida doble en la cartelera.

-¿Cómo describiría su trabajo al lado de Haneke?

-Ante todo, es muy fácil. Muy simple. Apenas necesita repetir tomas, por varios motivos. De entrada, tiene un gran sentido del ritmo de las escenas. Además, cuando siente que ha escogido a los intérpretes correctos para el proyecto, nos deja ser completamente libres. No tiene ni interés por controlar al actor ni una idea preconcebida sobre cómo debería ser el personaje.

-Sin embargo, tiene fama de director intransigente.

-Lo es, pero únicamente por lo que respecta a los aspectos técnicos de una escena. Está obsesionado por hacer que cada momento de la película sea lo más real posible. Quiere la verdad, y eso es algo que me gusta.

-En una escena de ‘Happy end’, el personaje al que usted interpreta mantiene una sonrisa gélida dibujada en el rostro mientras le rompe un dedo a su propio hijo. ¿Le resultó a usted tan violento rodarla como a nosotros nos resulta contemplarla?

-Sí, fue terrible. Extremadamente tenso. Pero es un momento esencial en la película porque ilustra a la perfección el modo que tienen de relacionarse los diferentes miembros de esta familia. Pero debo confesar que, a menudo, cuando ruedo esas escenas tan brutales, suelo acabar riéndome como una loca. Cuando la tragedia se vuelve tan intensa, la única forma de liberar la tensión es reír a carcajadas.

-Uno de los temas que toca ‘Happy end’ es la crisis de los refugiados. Sin embargo, en la película los migrantes permanecen al fondo, como meras presencias sin identidad. ¿Por qué?

-Porque así es como Occidente los ve: como una amenaza despersonalizada. Happy end trata del egocentrismo en el seno de la familia pero también, principalmente, en la sociedad en su conjunto. Hemos decidido hacer caso omiso del prójimo, porque eso nos permite que las miserias ajenas nos resulten irrelevantes.

-¿Qué actitud tiene usted ante esa crisis humana?

-La misma que todo el mundo. Veo las noticias y siento una gran compasión, y pienso que debemos hacer algo. Pero luego sigo con mi vida y no hago nada. Sí, asumo mi fracaso como ser humano.

-Haneke parece sostener que las nuevas tecnologías tienen parte de la culpa de esa deshumanización. ¿Está de acuerdo?

-Creo que es obvio que nuestra dependencia cada vez mayor a internet y a las redes sociales es del todo nociva. Se supone que cada vez tenemos más información a nuestro alcance, pero a pesar de ello somos cada vez más estúpidos. Haneke suele decir algo respecto a las redes sociales con lo que estoy muy de acuerdo, y es que han asumido el rol que tradicionalmente desempeñaba la Iglesia en la sociedad. Antes, si hacías algo malo, ibas a confesarte ante un cura. Hoy en cambio, quien te castiga o te perdona es Twitter. No seré yo quien defienda la religión, pero considero que nuestra vida espiritual se ha banalizado.

-Sea como sea, es indudable que la visión ofrecida por ‘Happy end’ tanto de nuestro presente como de las generaciones futuras no es precisamente optimista. ¿Lo es usted?

-No especialmente pero siento que tampoco tengo ningún derecho de predicar sobre lo mal que está el mundo en la actualidad, y mucho menos de ondear banderas de justicia social. Después de todo, tengo una vida increíblemente privilegiada, y no estoy segura de merecerla más que muchas otras personas que, al contrario, no tienen nada.

-Cuando una actriz alcanza el estatus que usted tiene, es habitual que se le cuelgue la etiqueta de diva. ¿Qué le parece?

-En esta profesión, cuando un intérprete muestra una gran autodeterminación y una idea muy clara de lo que quiere, corre el riesgo de ser considerado un caprichoso. Sucede especialmente con las actrices. Un actor que genera tensiones en un rodaje es un hombre con carácter; por el contrario, una actriz que hace exactamente lo mismo es una diva. Yo sufro un gran sentido del ridículo, y si actuara como una diva me sentiría estúpida. Tengo demasiado amor propio como para acabar convertida en una caricatura de mí misma.