Desde la tragedia griega y hasta ahora uno de los temas literarios inagotables es el de la identidad: quiénes somos, cuáles son nuestros lazos filiales y culturales, cómo nos determina la voluntad (los proyectos y deseos), la genética (la herencia caracterial o somática) o el entorno (los límites y condiciones). La llamada del origen, la búsqueda del padre o la madre, perdidos o reducidos a enigma por la indiferencia de los hijos cuando son jóvenes, han sido motivos recurrentes, dolorosos y conmovedores. En esta novela de David Trueba (Madrid, 1969) esa búsqueda es, en realidad, un punto de llegada: el narrador, un célebre cantante llamado Dani Mosca, tiene que cumplir la última voluntad de su difunto padre de ser enterrado en su pueblo, en la comarca castellanoleonesa de Tierra de Campos. El traslado del cadáver, que realiza en un coche fúnebre conducido por un ecuatoriano charlatán, Jairo, la inhumación y el reencuentro con los protagonistas de su infancia (como Jandrón, un hallazgo), funcionan como el cañamazo en el que se va bordando la andadura vital de Dani.

Ese trayecto por carretera comporta un retroceso en el túnel del tiempo, la rememoración desde los años infantiles permite ir configurando la personalidad del narrador alrededor de cuatro líneas de tensión entrecruzadas: su relación con sus padres y el descubrimiento de un secreto bien guardado que sacude sus cimientos, la revelación de la música como un lenguaje liberador, el valor incalculable de la amistad y la fuerza arrebatadora (y destructiva) del amor. Estos nervios se refuerzan entre sí para ir armando una trama densa y verosímil en torno a la banda que forman los tres amigos que se conocieron en la escuela y que, ya famosos, seguirán juntos hasta que la desdicha acuda a su cita: Gus, el gay chispeante que rebosa ingenio y coraje, Animal, el batería tosco y jovial, y el propio Dani.

BIOGRAFÍA SENTIMENTAL

Pero si hay una constante en los recuerdos que acuden en tropel a la mente del narrador son los de su biografía sentimental: sus incontables amores y amantes desde los ingenuos toqueteos de la pubertad hasta la saturación erótica del adulto, desde el flechazo pirotécnico al triste desencuentro, desde el frenesí sexual a la convivencia estable y los hijos. Todos los acordes e inflexiones del amor le han inspirado innumerables canciones que van pespunteando el texto con sus versos, algunos de los cuales sirven de título a los sucesivos capítulos.

Siendo así, 'Tierra de campos' puede leerse desde varias claves que se enriquecen recíprocamente: la de la dificultad de crecer sin arraigo, la de los surcos profundos que dejan el amor y el deseo (inolvidables son los personajes de Oliva y de la chelista japonesa Keia), la de la identidad como proyecto en marcha ("Éramos lo que hacíamos", dice Dani) y la de la conexión porosa entre la vida y el arte. Es el tratamiento de este último aspecto una de las muchas virtudes de la novela, al iluminar el modo en que la experiencia del músico se decanta y transforma en una canción. Y decir canción vale tanto como decir poema o novela.

En esta historia de un creador que descubre que su Tierra de Campos no puede ser más que la de sus ideales, David Trueba, que no disimula un resabio melancólico por debajo de su eficaz sentido del humor, ha acertado a contar lo inapresable, cómo transcurren los años, cómo -lo digo con una de sus frases brillantes- el "pasado está posado sobre nosotros como el polvo sobre los muebles".