Arthur Miller hurgó a conciencia en el patio de atrás del famoso sueño americano. Los grandes cambios sociales de los años 50-60, no eran tan como parecía; tras los trampantojos del capitalismo dorado se ocultaban varias capas de desechos sociales: inadaptados, sobrantes, excedentes de cupo, etc, que no cabían en el reparto, y cuyas condiciones de vida limitaban por abajo con la miseria más pavorosa (ya hemos descubierto que hasta en la miseria hay escalones, todos ellos insoportables).

Como en otros de sus grandes títulos, el autor inscribe una peripecia particular en un marco social de rabiosa elocuencia. Aquella no se explica bien sin este cuadro con figuras, donde aparece con luz particular el principal agente del drama, Eddie Carbone, inmigrante italiano, estibador del puerto, hombre bueno hasta donde se puede ser bueno viviendo como vive, después, una especie de «padre padrone» insoportable y fatal. La peripecia de Eddie la cuenta un abogado amigo: su pasión por una sobrina que ha criado como a una hija, pero que crece y ya es una mujer que descoloca al bueno de Eddie. El deseo, el amor, se expresa mentido, avergonzado, negado, pero al final, aparece como aparecen las infecciones.

La llegada de los dos primos de Italia, ilegales a los que acoge Eddie en su casa, hace añicos el ya imposible equilibrio de ese matrimonio. Beatrice, la esposa de Eddie, lo adivina enseguida, trata de evitarlo, pero todo se desencadena al fin; como en la tragedia griega, cuando los dioses quieren perdernos nos regalan deseos inalcanzables y nos vuelven locos.

Conocida ya la historia de este gran clásico contemporáneo, faltaba por ver la elaboración que ha pensado Lavaudant, director de larga y fecunda trayectoria. Y ha decidido poner la obra en un marco de sutiles y sencillos elementos referenciales, tres paredes oscuras donde se proyecta un mar aún mas tenebroso, ilustraciones de un ambiente portuario, húmedo, inhóspito, rodeando una casa humilde, apenas un refugio con varios cacharros elementales: el hogar de Eddie y Beatrice, el hogar de la sobrina, Catherine, que se enamora de uno de los recién llegados y comienza también su propio sueño americano con la primera pesadilla.

El reparto es ajustado y eficiente: sobresale el Eddie que construye Eduard Fernández, brillante y talentoso como siempre y comprometido aquí con un personaje que nos acerca vivo, vibrante y lleno de matices engañosamente sencillos. Un magnífico trabajo, otro más de este gran actor. Mercé Pons hace una Beatrice sobria, contenida, delicada y sutil, y lleva su personaje hasta donde requiere su presencia en el drama; la Catherine de Marina Salas está también igual de bien definida, y el resto del reparto completa el buen trabajo dibujando cada personaje con acierto. Con todos estos buenos elementos, la obra es otra ocasión para disfrutar del mejor teatro. El público que llenaba el teatro pareció pensar los mismo, a juzgar por los largos y cálidos aplausos.