Con el calor, parece que los aficionados se alejan del vino, o se decantan por los blancos y rosados, que la costumbre manda servir fresquitos, y así los tienen en la mayoría de los establecimientos. Refrigerados, de forma que degustarlo no se convierta en un suplicio.

Sin embargo, no pasa lo mismo con el tinto. Aquella funesta y manida frase de «servir a temperatura ambiente» todavía perdura en el colodrillo de demasiados camareros poco documentados. Obviamente, se refería a la temperatura ambiente de una bodega o de un comedor bien aclimatado.

Con lo que los bebedores de tinto se enfrentan a un dilema. O se toman su copa a temperatura casi de café o se ven ninguneados cuando reclaman el breve paso por el congelador o la adición de un cubito de hielo a su copa, todavía una ofensa para muchos transportavasos, que no camareros.

Cada cual, faltaría más, disfruta -o debería- de su tinto como le apetece. Con sifón o gaseosa, aliviado con un chorrito de refresco de limón, en forma de calimocho, fresquísimo como si fuera un blanco... Pues vivimos en un paradójico país, donde siendo de los mayores productores de vino, nos encontramos a la cola del consumo europeo.

Y los mismos que añaden agua o hielo al whisky, grave pecado en Escocia; quienes no dudan en beber gin-tonics, pero son incapaces de oler siquiera la ginebra; o los que disfrutan de su carajillo con hielo, por supuesto con el ron más añejado. Esos se sobresaltan e indignan al ver caer un cubito en el tinto o una buena dosis de Coca-Cola.

No hay reglas a la hora de disfrutar, mientras las partes estén de común acuerdo. Y que se sepa, ningún tinto ha protestado al ser enfriado o combinado. Quizá se esconderán sus virtudes y se disimularán sus defectos, pero seguirán ofreciendo placer a quien lo beba.

Que es de lo que se trata. De disfrutar del tinto, también en verano, sin que nadie nos lo reconvenga.