El público se mostraba hostil pero al senador Harrison parecía agradarle el juego. Haker le preguntó si había venido en diligencia y el senador respondió que había volado. Haker hizo el gesto de fumar un porro y le preguntó si había sido un vuelo feliz, pero el senador respondió con tranquilidad, como si estuviera sentado en el porche de su rancho, que ningún terrorista musulmán había secuestrado el avión. Haker observó que eso era, sin duda laguna, porque ningún musulmán sabía que él estaba volando, y Harrison enmudeció un instante mientras las carcajadas del público le golpeaban los oídos. Fanfarroneó y dijo que él los hubiera reducido sin esfuerzo y les hubiera golpeado con su Biblia en la cabeza.

A los ojos de Bill, estaba sucediendo el prodigio de cada noche en el estudio central de la CBA. Una multitud de estudiantes multirraciales, mujeres con el pelo teñido de colores estridentes y padres de familia demócratas con aspecto de haber estudiado tres carreras en Harvard estaba con él. Permanecían a la expectativa, esperando a que derrotase a ese miembro del Ku Klux Klan a base de golpes en el amor propio, chistes y un complejo laberinto de preguntas trampa. La comunión de Bill con el público del estudio tenía un efecto narcótico en él. Le hacía sentir ligero, libre, invulnerable. Para las diez y media la audiencia era enorme y el programa ya se había convertido en tendencia de Twitter mundial.

Campos de maíz

Hay imperios que se levantan con una vida entera y caen derribados por una palabra. Veinte minutos después de haber recibido a su invitado, la malvada sonrisa ancha de Bill asomaba confiada bajo su nariz enorme. El senador empezaba a dar discretas muestras de cansancio. Sus respuestas se habían vuelto más cortas, casi cortantes. Se percibían sus esfuerzos por enseñar los dientes, por ocultar su debilidad, pero Haker seguía atacando, lanzando cada comentario envuelto en su sofisticada inocencia. Como sin venir a cuento, le dijo a Harrison que nunca había visitado Iowa. El senador respondió con brusquedad que podía ir allí cuando quisiera y convertirse en un hombre de verdad. Haker le preguntó de qué manera le convertiría Iowa en un hombre, y el senador respondió que podía ponerse a trabajar en los campos de maíz.

El público se paralizó

Fue entonces cuando Bill disparó su autodestrucción. Se le escapó aquella palabra, me dijo, porque estaba embebido de su propia victoria y convencido de que el viento seguía soplando a favor. «¿Trabajar en los campos?», preguntó. «Senador, yo soy un negrata casero». Harrison se quedó paralizado y acto seguido lanzó una carcajada sincera y enorme. Sus risotadas parecían irrefrenables como un chorro de petróleo disparado desde el suelo.

Haker se quedó totalmete helado. El público se paralizó un segundo y se agitó. Una medusa letal contorsiona en su probeta mientras el senador celebraba la broma. He visto cientos de veces este fragmento de la entrevista, la sombra de un pájaro metálico cruzando delante de los ojos de mi amigo. «No sé por qué le hace tanta gracia, senador», añadió torpemente, pero para entonces ya era tarde. En un segundo, Bill había dejado de ser Nuestro Comediante para convertirse en Su Comediante. En las redes sociales había empezado la lluvia de napalm.

-Espera un momento. ¿Acaba de decir lo que creo que acaba de decir?

-Bill, esto es racista.

-Estupendo. Estupendo, Bill. Bye, bye, CBA. He visto suficiente.

-Soy afroamericana. Soy mujer. Mis antepasadas fueron negratas caseras. ¿Algún problema, blanquito?

-No sé de qué os sorprendéis. Bill es blanco. Siempre ha sido blanco. Un blanco racista como Harrison.

-Primero blanquea al fascista, racista y chulesco Harrison y ahora le hace reír con la ‘palabra n’. Decepcionado, muy decepcionado.

- ¿Cuándo empezamos a recoger firmas para cerrar este puto chiringuito racista?

Las protestas se multiplicaban pero no alcanzaron el interior del estudio. Haker lanzó la siguiente pregunta mientras notaba las miradas asustadas de su equipo. Percibió, con el rabillo del ojo, cómo uno de sus colaboradores negros abandonaba el plató y cómo la productora trataba en vano de retenerlo.

El público consiguió reponerse del susto y por un momento creyó que su impunidad podía ser real. Se ciñó al guion, se esforzó por derribar a su oponente, que se marchó diez minutos más tarde con el rostro contraído en una sonrisa sin brillo. Pero mientras Haker trataba de reconciliarse con los asistentes, mientras repartía chanzas y sonrisas entre los colaboradores, se podía percibir que algo se había marchitado en su interior.

Mañana, capítulo 4: El carisma