Faltan dos días para que el Día del libro llene el Paseo Independencia de Zaragoza de escritores entregados con devoción al rito de la firma de libros que pone fin a los largos meses de trabajo que hay detrás de cada obra. Es día de besos, sonrisas y fotos, toca lucir la mejor cara y disfrutar por unas horas del lado más glamuroso del oficio de escritor. Lo que esa imagen entusiasta no cuenta, e ignora el lector, es el monólogo interior que con voz de contable angustiado mantendrán muchos de esos autores mientras comparten selfis con sus seguidores.

Hablamos de cuitas e inquietudes tan prosaicas y poco literarias como: ¿los royalties de los ejemplares que se vendan hoy me permitirán ir tirando un mes más? ¿La entrevista que me han hecho en un periódico servirá para que me inviten a colaborar? ¿Si el libro tiene éxito me llamarán para dar alguna charla que cuente con un presupuesto aceptable? ¿Cómo haré frente al alquiler del mes que viene?

PENDIENTES DE LA CARTERA

Ni la literatura en particular, ni la cultura en general, han sido nunca las hermanas ricas de la familia. Más pendientes de las musas que de la cartera, los creadores están acostumbrados a vivir sin lujos y a moverse más por amor al arte que por interés en la cuenta corriente, salvadas rutilantes excepciones. Sin embargo, en los últimos años se está dando un fenómeno en los oficios culturales en España que cada vez preocupa a más profesionales de este sector. La crisis económica, los recortes en inversión pública y los nuevos hábitos de consumo impuestos por la revolución digital están arruinando los presupuestos personales y familiares de multitud de autores hasta el punto de amenazar sólidas carreras y ambiciosos proyectos creativos. De material narrativo para componer novelas o inspirar obras de arte, la precariedad ha pasado a ser para muchos el pan de cada día y la pesadilla de cada noche.

No es habitual oír a las figuras de la cultura hablar de dinero, pero cada vez son más las que se atreven a poner sobre la mesa los apuros económicos que arrastran y el ninguneo que padecen de parte de quienes hacen uso de su capital intelectual y se resisten a pagar por él, en ocasiones instituciones públicas de solvente reputación.

En febrero, en un artículo titulado La obscenidad de hablar de dinero, la también novelista Sara Mesa denunciaba públicamente a la Dirección general de Cultura y Patrimonio del Gobierno de Aragón, que casi un año después de organizar unas jornadas sobre comunicación cultural en España, se sigue resistiendo a pagar a la treintena de escritores, cineastas, editores y gestores culturales que dedicaron su tiempo, su esfuerzo y su talento a participar en el simposio. «La vergüenza y el miedo a ser acusados de impacientes o materialistas hace que, en situaciones como esta, los afectados no pregunten qué está pasando con su dinero», reconocía la autora en su escrito.

No hay cifras oficiales que confirmen o desmientan esa afirmación, pero ciertos indicadores parecen alinearse con el cuadro que describe. Según la memoria anual publicada por el Ministerio de Cultura en febrero, la temporalidad en el empleo cultural aumentó el 20% en 2018. De esa creciente precarización laboral no solo participa el sector editorial. También afecta a las artes escénicas, cuya radiografía más reciente, elaborada en el 2016 por AISGE (Artistas e Intérpretes Sociedad de Gestión), alertaba de que solo el 8% de los actores y actrices de este país ganaba más de 12.000 euros al año. El resto no llegaba ni a mileurista. Eso lleva a que el 70% de los actores se ven obligados a tener otros empleos para poder llegar a fin de mes.

«Es muy complicado poder vivir de esto -explica el actor aragonés Jorge Usón-. Es una profesión muy irregular y si no haces televisión, con el nivel de temporalidad que conlleva trabajar en ese medio y con una continuidad muy difícil, no te queda otra que constituirte como empresa. Yo soy actor y productor. Si trabajas por cuenta ajena, el mercado es muy reducido», asegura Usón, que resume qué hay que hacer para poder vivir de la profesión: Hay que industrializarse y no parar de hacer cosas. Es que la gente entiende la profesión de actor como un hobi y se nos menosprecia. La consecuencia directa de esto es que no existe la clase media, hay una clase alta y otra, que es la mayoría, baja. Los actores somos el último eslabón de una cadena y estamos sujetos a una arbitriaridad mayor que la empresa privada», afirma con rotundidad.

«A la cultura se la sigue viendo como un hobi, y a quienes nos dedicamos a ella, como unos privilegiados que, encima de trabajar en lo que nos gusta, tenemos la jeta de pretender que nos paguen por ello», se lamenta Sara Mesa. Fue finalista del premio Herralde, ha ganado varios galardones literarios y ha firmado ocho novelas, pero advierte: «En realidad, vivo de ser funcionaria. Gracias a esa profesión puedo dedicarme a la literatura».

La descripción de este panorama resultará familiar a quienes trabajan en otros sectores productivos que se han visto afectados por similares recortes de sueldos, derechos laborales y expectativas vitales. Al fin y al cabo, la precariedad es la música de fondo de nuestro tiempo. Pero en el caso de la cultura, según los autores, se dan riesgos añadidos. «El problema no son los creadores, sino la obra que podemos estar perdiéndonos debido a que muchos acaban tirando la toalla», advierte el filósofo Javier López Alós, en cuyo ensayo Crítica de la razón precaria descubre la trampa que a su juicio esconde esta palabra. «Si los oficios creativos se precarizan, nos encaminamos hacia una sociedad más homogénea y conservadora. Solo verán la luz los proyectos cómodos y comerciales que no entrañen riesgos», pronostica.

En su novela Clavícula, la escritora Marta Sanz lleva a cabo un estriptís poco frecuente en el mundo de las letras y detalla, con pelos y señales, las cifras de su presupuesto familiar, que depende de los esporádicos artículos que publica en la prensa, por los que suele recibir entre 50 y 300 euros brutos, las conferencias que le proponen de vez en cuando, por las que en ocasiones cobra 1.000 euros y otras nada, y los derechos de autor de sus libros, «que a veces existen y a veces no». «Esto no va de si a los escritores y los artistas nos pagan más o menos por nuestro trabajo. Nos estamos jugando tener o no tener una conciencia ciudadana con pensamiento crítico. Y esa conciencia solo puede generarla la cultura», recuerda la novelista, quien se define a sí misma como una «autónoma autoexplotada por obligación». Aunque en Clavícula exponía quejas contables de carácter personal, a su verdadera preocupación solo la iluminan las luces largas: «A ver si nos enteramos: la cultura no es la guarnición del filete, sino la expresión de nuestra identidad, y los creadores no somos arcángeles que viven del aire, sino trabajadores. No pedimos privilegios, sino poder vivir de nuestro trabajo. Reclamo mi derecho a hablar de dinero».

La música tampoco escapa a esta precarización de la cultura y un ejemplo paradigmático de esto es el grupo zaragozano Tachenko: «Es imposible poder vivir del grupo que es lo que me gustaría porque se ha polarizado todo tanto que no hay término medio. No existe la denominada clase media en la música y el gran problema de esto es la esclavización que hay en el sector cultural», explica Sergio Vinadé que contesta a la pregunta directamente: «Sí, yo vivo de la cultura, la pregunta debería ser cómo porque es complicado principalmente por la inestabilidad si no trabajas en la cultura en una institución». De hecho, Vinadé, además de pertenecer a Tachenko, forma parte de la promotora Big Star y está al frente del centro cultural Las Armas: «Diversifico el trabajo por muchos motivos pero está claro que a mí me gustaría vivir de mi faceta artística. Como no puedo pues vivo de la música en todas sus vertientes».

La música clásica tampoco escapa a esta dificultades como explica uno de los coordinadores de la Orquesta Sinfónica Ciudad de Zaragoza, Juan Carlos Galtier: «¿Se puede vivir de la cultura? Con mucha dificultad porque la precariedad ataca por todos los lados. Desde luego, como gestores de una orquesta o tocando en una de ellas ahora mismo no se puede vivir aquí de ello. De la música sí que se puede pero siempre basándote en la parte didáctica, como profesor en un conservatorio, por ejemplo....». Y es que la temporalidad nuevamente aparece en la conversación: «Nuestra orquesta realiza un contrato laboral a los músicos pero por cada una de las actuaciones por lo que es muy intermitente», asegura Galtier que va más allá: «Como la cultura no se considera algo fundamental en este país, siempre está infradotada».

«El hecho de identificar cultura con entretenimiento ha hecho daño -apunta Sergio Vinadé- porque, por ejemplo, la gente se piensa que por salir en un periódico o en la televisión estás forrado y eso está muy lejos de la realidad. Aquí no tienes un sueldo como lo pueda tener un trabajador por cuenta ajena. No existe entre la población una conciencia de lo que es el hecho cultural».

Una línea en la que también ahonda Jorge Usón: «Hay que redefinir con urgencia el papel que debe tener un actor. Y eso solo se puede conseguir con educación y formación entre la gente, se trata de ideología nacional porque ahora mismo no se tiene en cuenta todo lo que supone dedicarse a esta profesión». La realidad es que la crisis se llevó por delante buena parte de los esfuerzos presupuestarios culturales que se habían hecho y, a día de hoy, no se ha recuperado el nivel de inversión que existía antes del 2008, con todo lo que ello conlleva.