Estos días de asueto y salir a la calle, permiten compartir barras, y por lo tanto tapas y raciones, lo que auspicia contemplar cómo el personal se relaciona con la comida y la bebida. Y escuchar diferentes comentarios y afirmaciones.

Sabido es que cada español lleva dentro un enólogo y sumiller -además de un primer ministro y un entrenador-, pero las conversaciones oídas al azar siguen sorprendiendo en demasía. Y ya hemos visto varias veces al listillo que pide un ribera y lo paladea y alardea con ínfulas, sin saber que en lugar del vino del Duero que el pedía -mayormente de variedad tempranillo- le han colocado, guiño mediante, un ribera del Gállego -Cinco Villas, elaborado exclusivamente con garnachas. O desprecia dignos vinos simplemente porque vienen en forma de bak-in-box o llevan rosca en vez de corcho.

Pero el paroxismo está llegando con la moda de los productos orientales. Observamos cómo el personal habla y no para de la calidad de gyozas, del punto de la salsa mirim, de la esponjosidad del pan bao o de ese curry que, antes que guiso, son unos polvos previamente elaborados. Parece que la mitad de nuestros conciudadanos se ha paseado por el medio y extremo Oriente, degustando toda suerte de cocina callejera.

Pero, paralelamente, ignoran qué es el patorrillo, jamás han disfrutado de una lamprea guisada en su sangre o palidecerían ante una sabrosa lengua guisada o unas crujientes escarbaderas. Manjares que tienen al alcance de su mano, a la vuelta de la esquina, y que les proporcionaría sensaciones gustativas tan deliciosas y diferentes como las que vienen de tan lejos.

Bien está que asumamos productos, técnicas y culturas culinarias ajenas a la nuestra, pues tal ha sido la historia de la comida. Y nuestro autóctono tomate era una radical innovación culinaria apenas hace tres siglos, como las patatas o los pimientos. Pero no perdamos lo propio porque nos arrepentiremos.

Hay tiempo para todo, pero ¿no nos estamos perdiendo algo?