Crónica de El Diluvio (edición de la mañana), viernes, 10 de agosto de 1917, continuación:

"De sobras conoce el lector que Madame Petit, el prostíbulo donde ejercía la finada Odette Levallois, es uno de los lupanares más frecuentados de nuestra ciudad condal, en cuyas lujosas estancias las clases ociosas se entregan a la depravación y el solaz de la carne.

No es casualidad que al cadáver de la tal Odette, que ha sido trasladado a la morgue del Hospital Clínico, se le encontrara una polvera llena de cocaína, porque el vicio engendra vicio. En los bajos fondos, donde la burguesía se mezcla con la bohemia y personajillos de baja estofa, se conoce el sublime veneno como cocó, mandanga, nievita y merca, referido este último apelativo a la fabricada por los laboratorios alemanes Merck".

Una semana antes del asesinato de Odette Levallois, el estibador Siscu Farja, apodado El Faraón, se dirigía al atardecer hacia una cita en el muelle. Había dejado atrás el espigón y la fábrica de gas, cuando la sirena de los astilleros Nuevo Vulcano lo alertó: se hacía tarde. Siscu tuvo que contenerse para no apretar el paso y siguió caminando con despreocupación fingida, las manos metidas en el pantalón de dril y los ojos de esquina en esquina, rápidos como cuchillas de afeitar.

Desde que había estallado la guerra en Europa, por toda la costa, de Vinaroz a Portbou, pululaba una serie de individuos extraños, sin trabajo aparente pero bien vestidos, tipos preguntones y voraces que no dejaban de husmear, intrigados por la hora en que zarpaban los barcos y la mercancía que transportaban. En el puerto, en los cafés de la plaza Palacio, en el paseo de la Aduana, mentiras y medias verdades se enredaban de tal forma que no podías fiarte de nadie. Aunque tal vez del Llepa, sí; en el viejo pescador, sí podía confiar, se dijo Siscu.

Ya en la dársena, entre los graznidos de las gaviotas, distinguió la figura diminuta del Llepa, los restos de una colilla entre los labios y cierto reproche en la mirada por la tardanza. Siscu se pegó a la espalda del anciano, que a través de una trampilla lo condujo con sigilo al interior del tinglado para mostrarle la carga.

--Míralas: ocho mil toneladas de trigo --dijo el marinero jubilado dando una chupada a la punta del pitillo--. Aquí están preparadas, si no se las meriendan las ratas. O los pispas.

--¿Y las mantas? --preguntó Siscu mientras contemplaba las pilas de sacos que se elevaban hasta el techo del almacén.

--¡No me hables de los cojones de las mantas! Esta mañana vino el armador hecho una furia preguntando lo mismo. Cagumdéu.

Siscu trató de retener, sin perder una sílaba, las explicaciones del Llepa: la fábrica de los Graupera, en Sabadell, no daba abasto, y tampoco había forma de que los obreros, por una semanada mísera, accedieran a prolongar una jornada ya de por sí extenuante. Ni los aliados ni el sursuncorda; aún tardarían unos días en servir las mantas para el Ejército francés, destinadas a la campaña de invierno en los humedales de Flandes.

Reemprendió el camino de regreso por las callejuelas salobres de la Barceloneta, bajo los tendales de sábanas remendadas. Aunque le dolía la espalda, trató de enderezarla, que por algo le decían El Faraón. Por los andares tiesos, la piel renegrida de sol y los muchos galones en el sindicato de la estiba portuaria. Siscu vivía con su sobrino, Quimet, en un quart de casa; mejor dicho, un quart de puny, donde tenían realquilado un cuartucho a una viuda anciana y su hija soltera. En el barrio las conocían como las Conchitas.

Cuando llegó a la casa, Quimet ya había acabado con los mandados y lo estaba esperando.

--Hoy me han dado una buena propina. Una perra gorda, tiet ísoltó Quimet tendiéndole la moneda en la palma de la mano.

--Vaya, qué rumbosas... ¿Y a qué se debe?

--Me mandaron a la farmacia de la calle Escudellers. Las señoritas querían papirusa --contestó el muchacho.

Siscu guardó silencio y pensó en su hermana, en qué habría dicho la Miquela de haber sabido que su hijo acabaría haciendo los recados para las fulanas de Madame Petit. Pero poco podía hacer un hombre solo con un chaval de 15 años. ¿O acaso era preferible que se partiera el espinazo en el muelle acarreando fardos? Después de todo, las chicas del burdel lo trataban bien, y no se había convertido en uno de esos golfos que andaban con una hojita de gillete escondida en una caja de cerillas para cortar el costado izquierdo de las americanas y birlar la cartera. No, su sobrino todavía no era un trinxeraire.

--Pero tú, la mandanga ni probarla, vamos, ni en broma. ¿Me oyes, Quimet? --se atrevió a musitar El Faraón.

Cuando terminaron la cena frugal que acostumbraban --un arenque en salazón y un puñado escaso de alubias pasadas por la sartén--, se acostaron temprano en el camastro que compartían. Las Conchitas dormían en la habitación de al lado, tras un tabique fino como el papel.

--Quimet, repasemos la lección --dijo Siscu en un susurro para evitar que los oyeran--. Repite paso a paso todo lo que le tienes que contar a la putilla francesa.

El chaval contestó de forma mecánica, casi burlesco, con tono de cantinela:

--El vapor que va para Marsella se llama Serapis. Saldrá del puerto a las ocho de la mañana, entre el 6 y el 13 de agosto. No se sabe la fecha exacta porque aún no han llegado las mantas; pero entre el 6 y el 13, sale seguro.

--Bien, muy bien.

Aunque tanto tío como sobrino debían madrugar, la proximidad de los cuerpos y el bochorno de agosto les impedían conciliar el sueño. Espalda contra espalda, dejaron que los minutos transcurrieran correosos en el cubículo, apenas iluminado por la farola de gas de la calle. Ni la más leve brisa entraba por el ventanuco abierto. Antes de que cayeran rendidos, Siscu musitó en la penumbra amarilla:

--Y cuando hables con la Odette, dile que te dé el dinero ya.

Y MAÑANA:3. Fascinante pero venenosa.