En una carta datada el 4 de noviembre de 1967, Martin Amis escribe: «Para mi distinguido padre: un amigo mío me preguntó con deferencia cuál de tus libros le recomendaba. Lucky Jim, respondí yo. Lo compró sin dilación, y una noche entré en su cuarto y lo encontré vomitando en el lavabo, con lágrimas en las mejillas, recuperándose de un acceso de risa provocado por la citada novela. Bien por mi padre».

Amis hijo lo explica en su autobiografía familiar Experiencia, en la que narra, de paso, el arco sentimental e ideológico de su progenitor, de sus años estudiantiles como joven airado con veleidades estalinistas en Oxford a su senectud reaccionaria, cuando fantaseaba con hacer manitas con Isabel II y consideraba que Superdetective en Hollywood era una obra maestra, mientras que despreciaba novelas como El lamento de Portnoy. Cuando publicó en 1954 Lucky Jim, ganadora del Premio Somerset Maugham, Kingsley Amis podía aún englobarse en ese grupo de novelistas realistas de posguerra, los angry young men, que intentaron dinamitar la petulancia nacional a través de una narrativa costumbrista (y en su caso cómica) de fregadero de zinc, futuro gris y cielo plomizo. Inglaterra aún lloriqueaba por su imperio, conservaba intacta como una camisa almidonada su brecha de clases sociales y tenía «tan mala comida, como buenos modales en la mesa» (la cita es de Bill Bryson). También mal sexo, eco de ese pasado victoriano en que hasta las piernas torneadas de la mesa del comedor se tapaban recatadamente con el mantel. «Las relaciones sexuales empezaron en el 63/ algo bastante tarde para mí/ entre el final de la prohibición de Chatterley/ y el primer LP de los Beatles», escribió Philip Larkin en su poema Annus Mirabilis.

Amis padre, íntimo de Larkin, se inspiró en el poeta para crear a un profesor agregado de Historia Medieval que lucha con sus deseos y sus ambiciones en una universidad de segunda. Jim Dixon, que toma su apellido de la calle donde vívía Larkin en Leicester, es un tipo desnortado que intentará asegurarse una plaza con la publicación de un artículo académico. Pero que, mientras lo escribe, se debatirá entre dos mujeres (una chica pasivoagresiva que le recuerda sus orígenes de clase media baja; la novia del engolado pintor amateur, hijo del jefe de departamento del que depende su futuro profesional) y también entre una vocación inexistente y el país idealizado que tan ridículamente la inspira.

Un país capturado en los escaparates de esas tiendas de los Cotswolds, en calles permanentemente cruzadas por guirnaldas de banderines de la Union Jack, donde los ingleses blancos y sonrosados perviven como insectos atrapados en ámbar y donde se venden jerséis de lana bajo el lema: «Seis bolas hacen un over, ¡ocho bolas hacen un pullover!».Cuando una novela cómica lleva en el título la palabra suerte (ya sea la de nuestro Jim o la de Barry Lyndon), debemos esperar la peor de las fortunas para el protagonista de la historia. El nuestro la padece en el entorno académico de un país en decadencia, con esos brotes nacionalistas soberbios que germinan en momentos de apuro por la inminente pérdida de sus privilegios.

MIL MATICES DE LO CÓMICO

De ahí que esta novela de campus (que se encuentra más en la onda de Decadencia y caída, de Evelyn Waugh, que de La mancha humana, de Philip Roth) estalle en mil matices de lo cómico, de la risa hasta el vómito a la sonrisa reflexiva. De ahí que The Atlantic la considere la novela más divertida del siglo XX. O que la revista Time la ensalce a una de las mejores 100. De ahí, también, que esa elegía patética e irónica por el paraíso perdido de su nación sea especialmente útil en la época del brexit y demás resurgires patrióticos de mano en pecho.

Jim no enarbola bandera alguna. Como mucho una pinta. O una copita de jerez. Lo hace demasiado a menudo y todos sabemos que cuanto más se pica el mar, peor es la resaca. La descripción de un amanecer alcoholizado es, sin duda, la mejor jamás publicada: «Algún bichejo nocturno había utilizado su boca como letrina y luego como mausoleo. También durante la noche, se las había arreglado para participar en una carrera a campo traviesa y ser luego golpeado por la policía secreta. Se sentía mal».

Kingsley Amis también solía tener mucha sed. Se sabe que bebía media botella de whisky y dos copas de vino al día. Pero Jim lo hace para protegerse de ese sistema de clases que se manifiesta en cada maldito detalle. Cuando ve a una chica, reflexiona: «La premeditada sencillez de la falda de pana color vino y la blusa de lino sin adornos constituían un ataque irresistible contra sus propias costumbres, valores y ambiciones: estaba diseñada para ponerlo en su sitio para siempre». Jim es, parafraseando a John Updike, «agobiantemente humano». E increíblemente gracioso en su deambular de pichón apocado.

Jim bebe a la (mala) salud de su país, en catres desordenados y chimeneas de tipejos que trasiegan licores con el meñique alzado. Y el lector brinda una y otra vez con él. Lo hace, embriagado de la chispa de Amis, de su prodigioso talento para la miga cómica, párrafos que son tragos de cerveza fresca y amarga, hasta esa escena absolutamente memorable en la que el antihéroe debe dar su gran conferencia. Cualquier observador internacional de la ONU, incluso cualquier borracho de bar de nariz bulbosa, diría que ha bebido demasiado. Se coloca frente al atril, casi pierde pie, podría perder su futuro, y dirige unas palabras a las fuerzas vivas (y moribundas) del lugar: «La verdad sobre la vieja y alegre Inglaterra es que fue el periodo menos alegre de nuestra historia. Solo los aficionados a la cerámica artesanal, la agricultura orgánica, a la flauta de pico, al esperanto». Y entonces se desploma. Y con él, el lector, muerto de la risa y ebrio de empatía. Gracias a la estupenda edición de Impedimenta, uno espera que el lector español empiece a entender que Martin Amis es el hijo de Kingsley Amis. Y no este el padre del primero. Que, como poco, lo recuerde como el padre de Jim.