Todos nosotros, o casi todos, condenamos con firmeza los actos terroristas cometidos en nombre de ideas que no aprobamos, pero solemos mostrarnos más comprensivos con aquellos que reivindican causas con las que estamos de acuerdo. Y eso en buena medida explica la fascinación colectiva que provoca Ted Kaczynski, conocido popularmente como Unabomber y considerado como algo parecido a un héroe por parte de la cultura popular. Su imagen lleva décadas estampándose en posters y sudaderas, dando título a canciones -’Unabomber Song’, de Camper Van Beethoven- y llenando horas y horas de cine y televisión. El catálogo de Netflix incluye una serie y un docudrama basados en él, y Viggo Mortensen le dará vida en un nuevo ‘biopic’. Y la Berlinale, que este año celebra la edición más atípica de su historia a causa del coronavirus -sin alfombras rojas, ni ruedas de prensa, ni proyecciones en salas-, acoge en su jornada inaugural el estreno virtual de ‘Ted K’, que lo retrata inspirándose en fragmentos de sus diarios personales y sus ensayos políticos.

Unabomber perpetró 16 atentados entre 1978 y 1995, que en total causaron tres muertos y 23 heridos. Casi todos sus ataques fueron cartas bomba mandadas a científicos, empresarios, expertos informáticos y demás gente conectada con el ámbito tecnológico y la destrucción del media ambiente. En 1996, prometió dejar de actuar si la prensa accedía a publicar su manifiesto ideológico. Seis meses después de que esas 35.000 palabras vieran la luz, con 53 años, Kaczynski fue detenido en la aislada cabaña donde vivía. Nunca saldrá de la cárcel. Tanto algunos de sus ataques como su arresto aparecen recreados en ‘Ted K’, pero en todo caso el director Tony Stone evita el relato biográfico al uso; en colaboración con el actor Sharlto Copley, prefiere perfilar al personaje a través de una sucesión de momentos de los que emerge una psicología basada en el miedo, la obsesión y la paranoia.

Ideario profético

En el momento de su publicación, el manifiesto ‘La sociedad industrial y su futuro’ fue considerado por muchos una obra visionaria. Cabeceras como ‘The New York Times’ y ‘The New Yorker’ describieron a Unabomber como la versión americana de Raskólnikov, el magnético asesino protagonista de ‘Crimen y castigo’. E inmediatamente se popularizó un discurso justificador en torno a él: el tipo era un psicópata, pero su argumentario era preclaro; sus ideas fueron incorporadas por movimientos ecologistas y anticapitalistas, y empezaron a correr como la pólvora gracias a esa tecnología que él tanto temía.

Y si el interés popular por Kaczynski no disminuye quizá sea porque resulta tentador afirmar que esas ideas nunca habían sido tan relevantes como ahora. En su texto advirtió contra el ascenso de una élite de ‘super-ricos’, y escribió que el planeta está siendo destruido por las empresas de telecomunicaciones, los sistemas sanitarios modernos y los pesticidas. Asimismo, señaló que nuestra creciente dependencia de las máquinas ha creado una sociedad enferma y está acabando con nuestra capacidad para pensar por nosotros mismos, y basta acordarse de un puñado de nombres -Google, Amazon, Apple, Netflix, Facebook, Instagram- para darle la razón. Por último, además, Unabomber aseguró que su objetivo con todos esos atentados era que la tensión social aumentara lo suficiente para provocar la quiebra del sistema, y por tanto resulta fácil imaginárselo en su celda, leyendo acerca de las revueltas y el caos causados por los abusos políticos y la pandemia -en parte motivada por los excesos del capitalismo-, y sonriendo.