Un año más, volvemos a repetirnos, con la columna de rigor. El verano es época de viajar y, por lo tanto, de comer fuera de casa. Y, ya que estamos, lo suyo es acercarse a los productos y elaboraciones locales, las que no podemos disfrutar cotidianamente.

Hay, por supuesto, quien tratará de seguir con su dieta de pasta, pollo y filete de carne, buscando además los sitios más económicos, pero a esos los dejamos por imposibles hace tiempo. Los demás, a poco que tengan una mínima curiosidad y amplitud de miras, se dejarán seducir por aquello que comen los locales.

Y no es necesario irse lejos para disfrutar de una gastronomía peculiar. Quizá en el Pirineo disfrute de los primeros boliches, se deje seducir por el lechal tensino y la trucha del Cinca o descubra el sabor de los tomates rosas de verdad, los de exterior. O le seduzca el jamón recién cortado en Teruel sobre pan de cañada -pruebe sin tomate, solamente con el aceite de oliva extra virgen de la zona- y se sorprenda con los vinos del Matarraña. Es el momento de dejarse seducir por la zaragozana trufa de verano o cualquiera de nuestras hortaliza levemente pasadas por la brasa.

Pruebe los pescados en las costas, los mariscos de cercanía, la imaginación del interior a la hora de ensalzar unas gachas o unas migas... déjese llevar.

Comer ya no es simplemente alimentarse, al menos en esta parte del mundo, sino que se convierte en un hecho cultural, tan distinguido como empaparse de arte en los museos, contemplar antiguas arquitecturas o sumergirse en el paisaje y la naturaleza.

Cierto es que en ocasiones resulta difícil encontrar esos establecimientos, pero los hay en cada rincón de nuestra geografía. Más o menos humildes, reconocidos o casi clandestinos, grandes o pequeños, esos reductos de cultura e historia gastronómica siguen perviviendo y muchos subsisten gracias al interés del curioso viajero. Documéntese y, después, comparta el placer de lo degustado.