Durante el confinamiento, uno, de repente, empezó a echar en falta muchas cosas que daba por supuesto y lo que es peor, que le producían un equilibrio anímico e incluso sentimental más que necesario para el día a día. Yo eché en falta muchas cosas y fui de los que llevé rematadamente mal el encierro en casa. Supongo que es algo que tiene que ver con mi tendencia a no quedarme parado nunca y a esa especie de revolución mental que tengo instalada cada día en mi cabeza incluso cuando es la hora de descansar.

Pero a lo que iba, uno de los gestos que más sinsabor me produjo dejar de hacerlo por obligación era entrar en una librería y empezar a hojear (y ojear) libros y libros, novedades editoriales u obras no recién publicadas pero descubiertas en ese momento por mí. Los rituales que se viven en una librería no son comparables con nada. Son lugares en los que incluso el olor a libro es tan fuerte que hace diferente cualquier visita.

A priori, uno puede pensar (sobre todo si no estás habituado a visitarlas, desgraciadamente también hay de esos, incluso entre mis amistades pero hay que quererlos igual, o, ahora que no me leen, igual un poco menos, ya saben...), que son establecimientos como cualquier otro pero nada más lejos de la realidad y no solo porque venden sabiduría. El ritual de ir a una librería (al menos, el mío) incluye el silencio casi como de reflexión, el tener libros entre tus manos, interesarse por su temática e incluso tratar de adivinar si estará en tu lista de favoritos... y cuando tienes dudas, sí, ahí están los libreros. Esos extraterrestres que saben hablarte con criterio, sin ni siquiera detenerse ni un segundo en buscar en su cerebro, de cualquiera de las ¡miles! de publicaciones que tiene en su librería. Apasionante.

En Zaragoza, por fortuna, tenemos muchos de esos templos del saber y muy buenos. Nunca es bueno nombrar por si te dejas a alguien pero ahí están Antígona, Cálamo, El armadillo ilustrado, París, Central,... Creo que es una de las ciudades con mejores librerías (y más activas) del país. Y no lo digo por decir. Estoy dispuesto a debatirlo con quien quiera con la certeza de que me dará la razón.

Una de esas librerías, Cálamo, acaba de celebrar la vigésima edición (¡20 años de vigencia de un proyecto cultural!) de sus premios. Ni la pandemia ha podido terminar con ellos que el viernes entregó los galardonados del 2020 en una gala que, necesariamente, tuvo que ser virtual, pero que regaló una hora de conversaciones y lecturas con tres de las voces más interesantes del panorama literario en la actualidad: Paco Cerdà (El peón), Guadalupe Nettel (La hija única) y Nona Fernández (Mapocho).

Cuando todo parece que se derrumba son más necesarios que nunca los faros de resistencia que nos marquen el camino por dónde puede estar la salida. Tener una referencia como punto de llegada es necesario porque facilita mucho que cada uno pueda construir su camino y, además, disfrute del mismo.

No tengo una bola para leer el futuro (y a estas alturas de mi vida creo que tampoco la quiero, sería todo mucho más aburrido) pero la librería Cálamo es un lugar que piensas que siempre va a estar ahí, que nunca va a desaparecer. Como el gesto de ojear (y hojear) libros que les contaba al principio. Pero, para que eso sea así, también hay que poner de nuestra parte. Vayan a las librerías, rebusquen entre sus perlas de conocimiento que ahí tienen y dense una alegría de vez en cuando. A ustedes y a los libreros. Sin ellos, el mundo no es que sería mucho peor, es que probablemente no sería como hoy lo conocemos, o por lo menos, como soñamos que podría ser.