Todo lo que sabíamos sobre Gabriel García Márquez es ficción. Todo lo que no sabíamos también. Claro que hoy entendemos lo ficticio como la forma interna de la verdad, y de otro modo esta sería solamente literal, y no daría cuenta de la dimensión subjetiva que requiere para ser plenamente. Uno de los grandes temas que recorrió la larga obra y fecunda vida del escritor de nuestro tiempo es, precisamente, la representación de la memoria, que como bien dice en Vivir para contarla no es lo que hemos vivido sino cómo lo recordamos. Lo que equivale a declarar que la novela reescribe lo vivido, que a su vez se actualiza en lo escrito, y vida y escritura (bio y grafía) son el relato que nos trama. En la monumental biografía del profesor inglés Gerald Martin (Gabriel García Márquez, Una vida) estos dilemas de vida y escritura se multiplican. Primero porque Gabo ha escrito sus grandes novelas a partir de su memoria familiar y local; y, segundo, porque en Vivir para contarla ha tramado su vida en diálogo con sus novelas.

Claro que pronto nos damos con que estas categorías están perjudicadas por la falsa opción entre verdad y ficción, cuando sabemos bien que Gabo desde sus primeros textos hacía de una el espejo de la otra. A tal punto que la parte de historia se explica por la parte de narración. Y por eso, ha repetido con distintas variaciones que la realidad es mejor novelista, que lo ficticio mañana será cierto. Quizá por eso, desde chico, la gran novela que quería escribir con los materiales que serían, después, Cien años de soledad, era La Casa.

CONSENTIMIENTO Gerald Martin es el narrador ideal de esta vida inmediata y memorable. Es un inglés algo taciturno pero capaz de sobrevivir a la maratón de su empresa, a pesar de que a la mitad del libro se enfermó y temió que no viviría para contarla. Lo conocí cuando se dedicaba a estudiar la obra boscosa de Miguel Ángel Asturias. Gabo le dijo que aceptaba tenerlo de biógrafo pero que el trabajo lo tendría que hacer él. Diecisiete años de investigaciones, entrevistas y lecturas, por fin culminaron en este resumen de 640 páginas, porque la biografía original es tan extensa que no se pudo publicar.

El niño y su hermana, los dos mayores de los 11 hermanos, habían sido dejados bajo el cuidado de sus abuelos, mientras el padre buscaba establecerse entre mudanzas, descalabros y aventuras. Lo asombroso de la adolescencia y juventud de Gabo es la extraordinaria aceptación de su vida, y la naturalidad antidramática con que asume su suerte, su destino. La precaria vida económica de la familia, la pobreza del joven periodista, el hambre en París, y los trabajos ingratos en México, que le impiden escribir, hubieran destruido a cualquier otro escritor. Para él, sin embargo, la vida es un don y la fe en su escritura, una larga paciencia. Por eso no hay amargura ni frustración. Más bien, una confianza plena en las virtudes humanas, en la amistad, y en esos largos plazos que definen su integridad: le dijo a Mercedes cuando ella tenía 13 años que se casarían, y esperó toda la vida por la primera frase que desencadenó Cien años de soledad.

La otra sección importante del libro es la dedicada a la vida pública. Muchos han creído entender que Gabo vivió fascinado por el poder y que se complacía entre presidentes y dignatarios. Martin tiene otra explicación, plausible. Gabo había dicho que todo escritor tiene una vida pública, una privada y otra secreta. Por eso, cuando lo llamaron de la Academia con la noticia del Nobel, le dijo a Mercedes: "Me jodieron". Fue, entonces, una decisión consciente y elegida la de emplear su nueva posición, influencia y poder en causas políticas y culturales que le dieran el papel de libre intermediario y mediador. El argumento de Martin es persuasivo y sigue la lógica fecunda de la vida de García Márquez, su fe en hacer y ser útil. Al menos yo, no conozco a nadie que dedicara sus fuerzas a la función cultural de su fama y su dinero.

Si, como dicen, la literatura es el sueño que tiene una cultura, en la de Gabo seguimos despertando a un mundo que promete ser mejor. América Latina ya no es la misma desde que leímos Cien años de soledad.