La competición de los Oscar es, por definición, un absurdo. En primer lugar, porque el baremo según el que se determinan sus vencedores y sus vencidos no son valores cuantificables como la velocidad o el número de respuestas correctas sino, única y exclusivamente, algo tan relativo como las opiniones. Y en segundo lugar porque, cada año, la lista de títulos candidatos en la categoría de mejor película incluye obras tan dispares que compararlas es imposible: cuando en el 2015 Spotlight se midió a Mad Max: Furia en la Carretera, por ejemplo, fue como si un piragüista compitiera contra un saltador de pértiga.

La lista de títulos que este año aspiran a la estatuilla es la muestra más paradigmática de esa incongruencia que se recuerda. Hay una fantasía de superhéroes, una sátira política ambientada entre la realeza del siglo XVIII y otra en la Casa Blanca, una semicomedia sobre el Ku Klux Klan, un biopic sobre el mundo del rock, una road movie llena de buenos sentimientos, un drama doméstico en blanco y negro que al mismo tiempo es una epopeya y un remake que evoca el Hollywood clásico. La enumeración está lejos de ilustrar hasta qué punto dan esas ocho candidatas la sensación de haber sido elegidas por un grupo cuyos integrantes no provienen de un único planeta. Y, en realidad, algo de eso hay.

Porque, ¿quiénes son los encargados de votar por ellas? La Academia se compone de unos 8.000 miembros, de los unos 2.000 se han incorporado en los últimos tres años. Eso significa que la institución más prestigiosa de Hollywood ya no es una inmensa mayoría de hombres de raza blanca y edad avanzada, el tipo de gente que valora la tradición más que el progreso y Forrest Gump -la película ganadora en los Oscars de 1995- más que Pulp Fiction -la gran perdedora de ese año--; la nueva membresía la componen mujeres, extranjeros y gente no caucásica. Dicho de otro modo, otra fuerza ha emergido en el seno de la Academia.

Y el grupo de aspirantes es un reflejo cristalino de ese conflicto entre lo viejo y lo nuevo; entre quienes privilegian las producciones de las majors y aquellos que no tienen reparo a la hora de leer subtítulos; entre los que necesitan líneas argumentales claras, y quienes favorecen lo inclasificable; entre los que ven en Netflix al demonio porque atenta contra la exhibición y aquellos que opinan que da igual quién financia las películas siempre y cuando sean películas buenas.

El conflicto ya quedó en evidencia hace dos años, cuando una surrealista confusión de sobres dio paso a la sorprendente derrota de La ciudad de las estrellas (La La Land) frente a Moonlight o, en otras palabras, de un homenaje a los musicales clásicos frente a un drama protagonizado por un personaje negro y gay. Lo que suceda este domingo podría confirmar el cambio de guardia. Pero no significa que sea posible predecir quién se llevará el Oscar a la mejor película. Porque no hay criterios claros, y es imposible que los haya. A lo largo de la historia de los premios, la Academia ha premiado obras maestras como Lawrence de Arabia o El cazador y títulos detestables como Paseando a Miss Daisy o Crash. Ron Howard tiene dos Oscars, y Hitchcock, .

GANE LA QUE GANE...

Si La favorita resulta vencedora habrá quien critique sus aires de excentricidad. Si la estatuilla se la lleva Infiltrado en el KKKlan, diremos que es una compensación por la que le tendrían que haber dado gracias a Haz lo que debas. Si es Black Panther la que se alza con la victoria, muchos verán en ello la prueba de que el proceso de idiotización de la industria se ha completado. Si triunfa Roma, los enemigos de Netflix pondrán el grito en el cielo. Sea cual sea la candidata que se lo lleve, no impedirá que sigamos viendo el premio como un cierto absurdo. Al menos nos proporcionará una idea más o menos clara de cómo serán las películas que lo ganen los próximos años.