Una tarde de junio de 1959, Gonzalo Martín Vivaldi, del periódico Ya de Madrid, se reunió con siete pintores españoles abstractos para descubrir, si tal cosa fuera posible, el mensaje de sus obras. La compañía del fotógrafo Basabe no aminoró su indefensión ante Rafael Canogar, Manolo Millares, Lucio Muñoz, Manuel Rivera, Antonio Suárez, Vicente Vela y Manuel Viola. Finalmente, dio comienzo la conversación. Preguntas rápidas y respuestas en ocasiones disparatadas le hicieron pensar en una entrevista abstracta. Pero de repente todo se arregló cuando el fotógrafo les invitó a salir al jardín para buscar la luz que a partir de ese momento, leemos, iba a entrar también a raudales por los ojos y la inteligencia de Viola, «el hombre con más horas de vuelo abstracto del grupo. Un hombre de pelo gris, lacio, despeinado; voz velada, perfil noble y palabra abundosa. Él se convierte noblemente, en paladín de este grupo de pintores jóvenes. No, no habla por él. Habla por y en pro de los otros. Sus afirmaciones son rotundas»: «En cada uno de nosotros es diferente el proceso creador... De mí sé decir que todo se reduce a coger la realidad, masticarla, digerirla y... lanzarla de nuevo al mundo». «Porque no nos gusta la realidad tal como es, porque nos repele, porque es fea...». «Nosotros somos carpetovetónicos místicos», una frase tan definitoria que el periodista la tomó para titular su crónica.

'España, aparta de mí este cáliz’, pintado por Viola en 1965.

Habían pasado diez años desde que José Manuel Viola Gamón (Zaragoza, 1916-San Lorenzo de El Escorial, 1987) había regresado a España. Y otros diez años desde que saliera con destino a París. En 1949, según dijo, le dio por volver. «Regresar a España» figura en el asunto de su pasaporte. En marzo visitó a su madre en Zaragoza tras pasar por Barcelona donde supo que los viejos amigos no le esperaban. «Cuando yo llegué era un extranjero y España, un túnel», recordó de aquel tiempo. Porque hubo un José Viola que se vio obligado a abandonar la noche española tras el fracaso de una revolución que había defendido al servicio del movimiento surrealista; y un Manuel Viola que regresó a un país de noches más oscuras y negras que nunca, dispuesto a mostrar su disconformidad manteniéndose fiel al discurso sobre el papel que el arte debía tener en la sociedad: si en el primer número (1933) de la revista leridana Art propuso «destruir el mundo de la falsa realidad perversa y crear el mundo de la realidad interior de Breton, el automatismo puro», en el monográfico que Papeles de Son Armadans dedicó a El Paso en 1959, defendió el arte como «un campo de batalla en el cual se dirime el porvenir moral e intelectual del hombre que está muy por encima de todas las medidas proclamadas por las nociones históricas de la estética». Entre una y otra proclama habían pasado muchos años, en los que José Viola, luego J. V. Manuel y partir de 1949 Manuel Viola o Viola, combatió con las armas, la poesía, y la pintura las inclemencias de la historia que exigían del artista un compromiso.

Entre el rumor lorquiano de los primeros dibujos y collages de José Viola y el murmullo vibrante de las primeras pinturas de Manuel Viola hubo una ruptura evidente; y a aquellos paisajes intuidos y enigmáticos, siguieron escenarios donde pintó el desmoronamiento radical y bronco de una realidad que urgía incordiar, agredir, transformar. Ante las obras de Goya en el Prado, Viola encontró el camino de su pintura. No tuvo dudas sobre la necesidad de violentar con su espíritu anárquico los miedos sacando a la luz la tradición que, aseguró, «no está hecha de cadáveres, sino de hechos con vitalidad presente». El renovado impulso ya estaba en las obras de su primera individual celebrada en 1953 en la galería Estilo de Madrid, que a punto estuvo de presentarse en Zaragoza; y, sobre todo, en las que figuraron en la colectiva Arte español de vanguardia (Artistas que figuraron en la XXIX Bienal de Venecia), en el Club Urbis de Madrid, en julio de 1958, que llamaron la atención de la crítica y también de Saura y Millares quienes, tras admirar La Saeta, decidieron invitar a Viola a integrar El Paso.

'La saeta’, realizado por el pintor en 1958.

VÓMITO DE LA REALIDAD

Millares le dedicó un espléndido retrato en la revista Punta Europa (noviembre, 1958) donde contó sus andanzas, su amistad con todos los «locos» del siglo, su apasionamiento, libertad e inquietud desbordada, sus «verdades oscuras que cantan la necesidad ineluctable del escritor, poeta y pintor de nuestro tiempo: el hombre mismo y su libertad creadora»... En su vómito de la realidad, Viola saeteó el lienzo con amplias pinceladas cargadas de drama y pasión, deleitándose de la acción pictórica. El negro en su pintura es sustituto de la sombra y espacio de representación donde todo es oscuro como la mirada del artista, deseoso de ver en el interior de las cosas. Porque Viola no cuenta, ni ilustra, ni deleita, ni informa, centrado como está en la supremacía expresiva de las estructuras que afirma la luz. La misma luz cegó la paleta de violetas, ocres y amarillos para iluminar instantes de sol y sombra en las entrañas del cuadro, donde todo estalla con pasión crispada al ritmo inmediato y urgente de una gestualidad física y emocional. José María Moreno Galván escribió de su pintura: «He dicho que la expresividad existencial es una especie de simbiosis entre onirismo y expresionismo propiamente dicho. Cuando ese precipitado corre por la sangre, es anarquía. Manuel Viola es un destructor que no puede evitar construir con los escombros. Destruye la forma constituida, y de sus despojos nace un nuevo germen. Si Miró se encuentra en el signo con el hombre primitivo, Viola encuentra en la tachadura el primer gesto de un hombre históricamente formado, que es el español, y por él, el expresionismo barroco y tenebrista de Ribera el Españoleto». En el certero análisis que Saura hizo de la pintura de Viola en su artículo 'Viola y Oniro', aludió al «caos de las estructuras destrozadas, aéreas y dinámicas, atravesadas a un tiempo por fuerzas centrífugas y centrípetas, surcadas con crueldad y elegancia por ritmos entrecruzados·, y a las formas, inconclusas, que «se adentraban en ámbitos densos, surgiendo como ruinas abismales en profundidades de noche oscura. Naufragios, colisiones de astros, fulgores vespertinos, fuegos de San Telmo; un mundo incendiado y sumergido se incluía en amplias zonas de expectante vacío en donde el deslizamiento del impulso, la salida tangencial y la concentración de energía, tendían a la fijación milagrosa del instante óptimo e irrepetible».

«Antes que nada lo español es noche», escribió Ángel González García, para quien la sombra del bailarín español que Picabia pintó en La nuit espagnole bien pudiera ser la de Vicente Escudero, cómplice de Viola, tan ligado a El Paso. Los sonidos del corazón, sin chapas en los zapatos, sin accesorios de postizos guiaron y marcaron los pasos de quienes como Escudero o Viola vivieron la noche española.