Los humanos siempre hemos ido tras la inmortalidad como perros falderos. Se trata de un anhelo tan viejo como la misma noción del tiempo. Estaría por jurar que no existe cultura en cuyo acervo narrativo falte una historia donde el protagonista no se empeñe en desairar a la pelona y su guadaña, valiéndose de las argucias más enrevesadas y astucias sin cuento.

Para sortear la derrota de la carne, muchos cifraron sus esperanzas en cierta sustancia a la que dieron en llamar la piedra filosofal. Y es larga la estirpe de alquimistas que se dejaron las narices en matraces, retortas y alambiques, intentando destilar un elixir investido de más propiedades que el aloe vera. Entre ellas, se contaba el poder de transmutar el plomo en metales preciosos y, por supuesto, el tan codiciado de contagiarse de la eterna juventud como quien pilla una gripe en diciembre.

El químico, matemático, médico, astrónomo (y unos cuantos oficios más) Yâbir ibn Hayyan teorizó en el siglo VIII sobre los elementos a partir de los cuales se obtenía. Una leyenda asegura que, quinientos años después, Alberto Magno la descubrió, y que transmitió el hallazgo a su discípulo Tomás de Aquino, al que algunos atribuyen la autoría de un tratado sobre el prodigioso pedrusco. Ya en la decimosexta centuria, Paracelso se convirtió en uno de sus más férreos abanderados. A partir de 1997, J. K. Rowling nos ilustró a los niños de los albores de siglo sobre su incalculable valor, a través de la primera aventura de su mágica criatura, en la que el malo malísimo se las veía y se las deseaba para hacerse con tan laureada panacea y recuperar su corporeidad. En cuanto a los alquimistas contemporáneos, léase las farmacéuticas, han intentado vendérsela al Peter Pan medio y a los Benjamines Buttons de a pie bajo la apariencia de unos ungüentos que se proclaman antiedad, en lo que constituye casi una negación ontológica, con ese prefijo tan opositor: ¡como si fuera posible montarle un escrache a la propia vida, amotinarse contra nuestros años!

De lo que poca gente se ha dado cuenta es de que, pese al aura mítica que siempre la ha rodeado, la piedra filosofal existe. En su forma más resistente, surgió en el siglo XX (lo siento por los esforzados alquimistas medievales, pero no dieron ni una), y su peculiaridad consiste en que, siendo material villano y rocero, en vez de convertirse en un metal noble, procede de él. Del oro. El oro negro. Ahora, que su principal misión la cumple con creces. En lo que a supervivencia se refiere no tiene rival. Puede tirarse siglo y medio sin que el menor atisbo de degradación o menoscabo le inmute el rictus. Tal vez, a estas alturas de la semblanza, con la perspicacia que les caracteriza, ya hayan caído en la cuenta. Popularmente, a la piedra filosofal se la conoce como plástico.

Aunque no lo identificáramos como tal, los hombres, dado que con tamaña porfía la hemos perseguido siempre, no dudamos en aprovechar hasta la última de sus bondades. Por eso, envasamos, empaquetamos, embalamos, embolsamos y forramos nuestra vida entera en él. Eso incluye nuestros cuerpos, por supuesto, con especial hincapié en los glúteos y los morros. No por nada la cirugía a la que se somete el Dorian Gray moderno se apellida plástica.

Luego, por si no era suficiente, lo vertimos en los mares (a una media de ocho millones de toneladas al año) para que se lo comieran los peces, de modo que, a través de esta ingeniosa estratagema, cuando nosotros nos los comiéramos a ellos, la piedra filosofal quedara integrada de aúpa en la cadena trófica. Lo hemos conseguido, claro. Los científicos ya han encontrado hasta diez tipos de plásticos en las cacas de unos cuantos japoneses, unos rusos, unos italianos y hasta unos ingleses. Intestinos biónicos de poliespán.

Sin embargo, habría que plantearse si un empacho de inmortalidad no puede terminar resultando perjudicial para la salud. Lo advertía uno que ya ha aparecido por aquí con su obsesión por la piedra, el amigo Paracelso: “Dosis sola facit venenum". Esto es, la dosis hace el veneno. Una opinión que parecían suscribir en Radio Futura cuando le espetaban a una “bruja consumada” que tenía veneno en la piel, precisamente porque estaba hecha de plástico fino, para acabar explicándole que lo que le pasaba es que estaba intoxicada.

En efecto, la intoxicación de estos polímeros nos está infligiendo un poquito de daño. Porque sí, la inmortalidad la quieres hasta que te toca. Que se lo digan si no al protagonista de una de esas fábulas a las que aludía al principio: un fulano que, apetente de tener por delante muchos años que quemar, entabló un pacto con el diablo para conseguir la perdurabilidad. No recuerdo qué le entregaba a cambio (suele ser el alma lo que exige Belcebú), pero sí que firmó su condena, ya que, a medida que él vivía sin morir nunca, sus seres queridos fueron desapareciendo; su mundo se evaporó; y acabó pudriéndose en un rincón, olvidado de todos, maldiciendo el día en que le concedieron su sueño, rogando a gritos a la llorona que viniera a socorrerlo de tanta existencia para nada. De tanta piedra filosofal.

Y es que, quedarse hasta el final si nadie te acompaña no mola en absoluto. Eso se aprende meridianamente en las fiestas, cuando los invitados se volatilizan legando tras de sí un suelo convertido en la tierra de los mil pringues. En especial, el que le cae al pringado que tiene que limpiarlo. Y puede que sea eso lo que se nos avecine.

Quedarnos a recoger, solos e inmortales, después de que el planeta se haya ido a tomar viento más que harto, dejándonos como mortaja nuestro plástico imperecedero, así como la dedicatoria de unas palabras rabiosas y efímeras: “El último en salir, que cierre la puerta y apague la luz”.