Que Gary Oldman no volviera a casa con el Oscar al mejor actor bien agarrado era una posibilidad que simplemente no se contemplaba. Tan solo un terremoto u otro desastre natural podrían haber evitado su triunfo; o lo ganaba él o no lo ganaba nadie. Ahora bien, una cosa es que fuera algo cantado y otra muy distinta es que fuera algo justo.

El británico, vaya por delante, es un actor magnífico. Ya hace tiempo que debería tener la estatuilla en su vitrina gracias a alguna de las varias interpretaciones magníficas que ha dado a lo largo de un periodo de tres décadas que al que dio inicio debutando como protagonista en Sid y Nancy (1986); y durante el que, además de acaparar buena parte de la oferta de personajes maniacos -skinheads, punks, proxenetas, secuestradores, científicos locos, vampiros, asesinos, terroristas, policías psicópatas, magos-, ya estuvo nominado una vez -sí, una única vez- por el que posiblemente sea el mejor trabajo de su carrera.

En El Topo, adaptación al cine de la más famosa de las novelas de John Le Carré protagonizadas por el agente George Smiley, Oldman transitaba con esa mirada abatida tan inconfundiblemente suya por un mundo raído, andrajoso, tintado de colores gris y beige y filtrado por una neblina de humo, polvo y caspa, con el fin de atrapar al traidor oculto en el servicio secreto británico. Tras no lograr seducir a la Academia de Hollywood por ese personaje lleno de flemático fatalismo pareció que Oldman jamás lograría que la etiqueta mejor actor que nunca ha ganado un Oscar dejara de serle aplicable.

Más cantidad que calidad

Es probable que, al leer el guion de El instante más oscuro, diera por hecho que se encontraba ante la película que finalmente podría corregir esa situación -de hecho, la principal razón por la que ningún actor querría protagonizar una película así es la promesa del lucimiento personal-. Porque todo el mundo sabe que, según la previsible lógica de los académicos, cuando se trata de trabajos actorales prima la cantidad sobre la calidad: lo importante para llevarse el premio no es tanto actuar bien como actuar mucho, y eso es algo que deja en evidencia algunas cuestionables victorias recientes como la de Sean Penn gracias a Mystic River (2004) y la de Leonardo DiCaprio gracias a El renacido (2015).

En la (abundante) piel de Winston Churchill, en efecto, Oldman pasa las dos horas de metraje de la película de Joe Wright gesticulando con determinación y furia casi bíblicas y escupiendo monólogos famoso sin cesar; y a pesar de que oculto bajo tanto maquillaje y tanta papada de látex resulta prácticamente irreconocible, su versión del político más importante del pasado siglo no es ni más ni menos que la más perfectamente previsible.

En primer lugar, porque encaja como un guante con el estereotipo instalado desde hace tiempo en el imaginario popular: una criatura de rasgos bovinos que grita y gruñe y menea la cara mucho y oscila entre la jocosidad y la ira en un solo instante; y en segundo,porque, como demuestran buena parte de los personajes históricos que el inglés ha interpretado -ha sido Dylan Thomas, Ludwig van Beethoven, Poncio Pilato, Sid Vicious, Lee Harvey Oswald y Vlad el Empalador, entre otros-, para él tomar como modelo la Wikipedia suele dar como resultado un exceso histriónico.

Oldman, en suma, merecía este premio pero no por este papel, que no está a la altura ni del de Timothée Chalamet en Call me by your name ni del de Daniel Day-Lewis en El hilo invisible. Por otra parte, decíamos, hay que reconocer que El instante más oscuro incluye muchas más escenas de esas que lucen tan bien proyectadas en una ceremonia de entrega de premios y que probablemente la Academia llevara tiempo sintiendo que a Oldman se le debía una. Lo mejor que puede decirse de lo sucedido anoche es que eso ha sido remediado.