El 4 de diciembre de 1924 se estrenó en el Teatro de los Campos Elíseos de París la película Entr’acte de René Clair, durante el intermedio del espectáculo de danza Relâche. Picabia, autor de los decorados, había encargado a René Clair la dirección del filme a partir de unas ideas que le había pasado escritas en una hoja de papel del Maxim’s. Tras ver la película, obra cumbre del cine dadaísta, Picabia declaró: «Entr’acte es un verdadero entreacto, un entreacto al aburrimiento de la vida monótona y a las convenciones llenas de respeto hipócrita y ridículo». En torno a los cuatro minutos del comienzo, aparece la escena filmada desde el tejado del teatro en la que Man Ray y Marcel Duchamp, sentados en el borde de un pretil, charlan y juegan al ajedrez, un juego en el que según Duchamp «se mata, pero no se mata mucho». Este ejercicio de «matar pacíficamente» pudo servirles de terapia cuando se vieron cercados por dos guerras mundiales, señala Larry List, para quien el ajedrez, además, les brindó pautas sobre las que improvisar en el arte y en la vida, les ayudó a establecer nuevas relaciones entre la obra de arte y el espectador -«El artista hablaba y el espectador escuchaba [...] Era una afirmación, y ahora [...] ¡es un diálogo!», exclamó Duchamp-; y les mostró una nueva concepción particular de la organización pictórica y espacial. En la yuxtaposición desconcertante de imágenes de Entr’acte no faltan guantes de boxeo.

El tablero de ajedrez junto al cuadrilátero de boxeo son los nuevos escenarios de los últimos cuadros de Yann Leto. Además de mesas para pulsear y de tenis de mesa. Escenarios que comparten, de algún modo, en la interacción de movimientos de quienes los practican, la posibilidad de planificar lo abstracto. «El ring es como el lienzo blanco del pintor: iluminación total... ¡exacerbada! El ring es un cuadro iluminado, destinado a crear tensión y a su vez es también un lugar de tensión. Allí puede pasar de todo y debe pasar de todo. Casi lo mismo que en un cuadro. Allí están el drama, la alegría, el dolor, la gente humillada, la sorpresa, la toalla mojada que vuela, el agua, la resina, la sangre...» escribió Eduardo Arroyo en su libro Sardinas en aceite. I

Imagino que Yann Leto ha leído y conoce bien la pintura de Eduardo Arroyo. Sus cuadros así lo parecen. De Al Brown, dice Arroyo que al igual que el pintor piensa siempre en sus manos, también él estaba obsesionado con las suyas, y con la ceguera; siempre le dolían las manos y cuando dejaba K.O. a su adversario era para evitar que sufriera demasiado y para abreviar sus propios dolores. Porque el sufrimiento de un boxeador está unido al castigo del otro. Un nuevo ejercicio de «matar pacíficamente». Milou Pladner afrontó la ceguera. Vivió cuarenta años en la oscuridad pero el boxeo, declaró, le había permitido vivir la aventura extraordinaria de ver el mundo y entusiasmar al público.

Yann Leto pinta lo que tiene cerca, es su modo de intervenir de manera activa. Busca el reconocimiento y la complicidad con el público al que van dirigidos sus cuadros, tableros en los que cita a grandes artistas de la vanguardia, cuya presencia aparece licuada en los episodios cromáticos desinhibidos, grotescos, distorsionados y disonantes, exasperantes, caníbales, extraños, claustrofóbicos, desquiciantes, delirantes, gestuales y gritones, que perseveran en su hermetismo narrativo.

De Poe escribió Benjamin que su incomodidad con la sociedad le hizo buscar la multitud para ocultarse; y difuminar, a propósito, la diferencia entre el flâneur y el asocial, pues un hombre se hace más sospechoso entre la masa cuanto más difícil es dar con él. Leto, como Poe, es un hombre de multitudes. Una posición que elige no para ocultarse sino para vivir en directo aquello que ve. «La cosa más política que puedo hacer es interpretar la vida de la gente, incluida la mía, de modo tal que provoque interés, empatía, cuestionamiento o incluso antipatías por lo que están viendo, pero que, de alguna manera, los comprometa a mirar la vida como se vive realmente y a reaccionar ante ello». Cito a David Shields, en concreto el punto 144 de la letra e, que atiende a la realidad, en su ensayo Hambre de realidad. Un manifiesto. Y aunque no las conocía, Yann Leto parece seguir en su pintura algunas de las Instrucciones para pintar la gran ciudad que Ludwig Meider publicó en 1914: la primera tarea era «aprender a ver, de un modo más intenso y correcto que nuestros predecesores», y la segunda, pintar «la vida en plenitud: el espacio, la claridad, la oscuridad, lo pesado, lo ligero y el movimiento de las cosas». En definitiva, «penetrar más profundamente en la realidad»; para concluir: «¡Pintemos lo que está cerca de nosotros, nuestro mundo urbano...!».

control social y ‘fakes’

En los cuadros de Yann Leto todo es teatral y dramatizado y ambiguo. Sale a la calle y de regreso a sus talleres en Zaragoza y en Madrid, casi tan grandes como el de Picasso en la rue des Grands-Augustins, donde dio luz al Guernica, pinta los estallidos de quienes se manifiestan contra un espacio político autoprotegido por un complejo sistema de control social e individual, al que se enfrentan con el griterío y la agitación febril y desbordada de sus acciones y gestos. Todo se precipita en el más desquiciado de los delirios. «Como necesito la autenticidad y al mismo tiempo adoro el artificio, sé que todos los momentos son ‘momentos’: montados, teatrales, formados y teatralizados». De nuevo Shields, punto 2 de la letra a, obertura de su Manifiesto.

En 2014 Yann Leto pintó la serie Views. En aquella ocasión se asomó a la pantalla del ordenador sumándose a la multitud interconectada, con el propósito de utilizar vídeos virales fake como asunto de diez cuadros, algunos de contenido político y otros meros engaños con mayor o menor grado de verosimilitud. Leto pinta las imágenes para subrayar su naturaleza ficticia. El pasado domingo, Jordi Soler publicó en El País el artículo Fake News y credulidad, una llamada preventiva contra nuestra vulnerabilidad crédula e ingenua ante el acoso de datos que nos impiden pensar. Mencionaba a Duchamp, que aprendió del escepticismo de Pirrón de Elis a no considerarse artista sino un respirateur, un individuo dedicado solo a respirar. El tablero del ajedrez sustituyó entonces a la pintura y ante él mantuvo, durante décadas, «encuentros mentales» con sus adversarios de juego.