Cuando la economía informal es la única opción, y la venta ambulante la única salida digna, la irrupción de una pandemia como la actual supone la puntilla para quienes ya viven instalados en la precariedad más absoluta. Esa es la realidad con la que se encontró Fernando Arnal, psicólogo de Tauste (Zaragoza), a los tres meses de llegar a su destino. Una realidad repleta de “historias de sufrimiento y desesperanza”.

Son, como el propio Fernando los define, los “rostros del hambre” de Boa Vista, capital del estado brasileño de Roraima. Con una población de 400.000 habitantes, acoge a unos 50.000 inmigrantes, la mayoría procedentes del otro lado de la frontera con Venezuela. Unos 5.000 viven en la calle.

“Mi experiencia tenía que ser encontrarme con personas y realidades. Y lo está siendo, de manera mucho más intensa y compleja de lo que podía imaginar”, confiesa desde esta ciudad, donde aterrizó en diciembre para colaborar con el Servicio Jesuita para Migrantes y Refugiados.

“La perspectiva de las personas que acompañamos ha virado desde la búsqueda de un futuro y unas condiciones de vida dignas, antes de la pandemia, hacia dirigir todos los esfuerzos del día a cubrir las necesidades más básicas”. Pagar la comida, las medicinas y el alquiler “para no ser desahuciado y volver a vivir en la calle con tus hijos” es lo máximo a lo que pueden aspirar.

Pero el covid-19 lo ha complicado todo, incluida la estancia de este psicólogo aragonés como voluntario. “La palabra que define esta experiencia es intensidad. Sabía que el reto de vivir en esta realidad tan complicada e injusta era muy grande. Pero las circunstancias excepcionales de este año han supuesto un aumento de las demandas y la dificultad de los casos atendidos”, comenta.

Afortunadamente para él, su llegada a Brasil no fue un salto sin red, pues acudía respaldado por una sólida preparación. Fernando Arnal participó el curso pasado en la formación para el voluntariado internacional que ofrece el programa Volpa de Entreculturas.

Ahora mismo, la oenegé está en pleno proceso de selección de la siguiente promoción de voluntarios para el próximo curso, que empezará en noviembre. Este se imparte en una decena de ciudades, incluida Zaragoza. “Si algo nos caracteriza es que nos tomamos muy en serio la formación previa”, afirma Ana Vázquez, responsable del programa Volpa.

Desigualdad, migraciones, ecología, género o participación ciudadana son algunos de los contenidos relacionados con el desarrollo que se abordan en este curso. Otro bloque gira en torno al encuentro que van a vivir los alumnos en su posterior estancia en el extranjero, “por lo que se trabajan temas de interculturalidad, resolución de conflictos o seguridad en terreno”, detalla Vázquez. Tan completa es la formación que, “incluso aquellos que no llegan a irse, la agradecen”, asegura.

Y es que, al terminar el periodo formativo, no todo el mundo opta por vivir su propia experiencia de voluntariado internacional de larga duración, de entre uno y dos años, como sí que hizo Fernando. No es un reto fácil. De hecho, Ana considera “fundamental” trabajar individualmente con cada participante “sus motivaciones y ver si es el momento adecuado” para afrontar una aventura que le cambiará para siempre.

“Es una experiencia que marca sus vidas. En general, a la vuelta son personas más comprometidas con la justicia social, y esto se transmite a través de sus opciones de trabajo, de voluntariado o, simplemente, en su manera de estar en la vida y educar a sus hijos”, sostiene la responsable de Volpa.

“A mí, me cambió la vida”, corrobora el zaragozano Gerardo Molpeceres, que fue uno de los pioneros del programa e hizo su voluntariado en 1992. “Aquello se me metió por dentro poco a poco y ya no puedo sacarlo. Todavía guardo en la memoria rostros, conversaciones e historias personales que han configurado mi trabajo, mi participación social y política, mi familia y mi vida”, opina.

Tanto le marcó que, casi tres décadas después, este arquitecto sigue vinculado como voluntario al mundo de la solidaridad internacional a través de Entreculturas, y hoy es uno de los profesores de las nuevas promociones de Volpa en Aragón. “Me ofrecí como formador porque quería facilitar a otra gente la experiencia de encuentro con otros que yo había tenido. Me encanta ver cómo Volpa hace cambiar y evolucionar a las personas. Me gusta acompañar estos procesos, ver cómo cada persona se implica a su manera en el cambio y la mejora de esta sociedad”, relata.

Ese cambio al que hacen referencia quienes han pasado por este programa es, en realidad, de doble sentido. Los voluntarios “se transforman en el encuentro con personas y comunidades de otras culturas, pero las personas de estas comunidades también enriquecen su mirada generando lazos de amistad y trabajando codo a codo con las personas voluntarias”, explica Ana. Y pone como ejemplo a los docentes, “que aprenden mucho de las metodologías de educación popular que se aplica en la red de colegios de Fe y Alegría donde se insertan, pero también los docentes de esos centros se enriquecen” trabajando con ellos.

Quienes quieran aprender de esta vivencia, todavía están a tiempo de matricularse en el próximo curso del programa Volpa.