Póngase donde se quiera el origen de la cooperación internacional al desarrollo (algunos la fechan en el Plan Marshall, de 1948) es constatable la poca efectividad, por no decir el fracaso, de estas políticas. Cuando no han sido claros instrumentos de penetración política (léase económica) del país donante, no han estado lejos de ser meras acciones humanitarias o de emergencia, cosa lógica, pues la situación de los países receptores se podía calificar prácticamente de tal continuamente.

Se han hecho diversas aproximaciones para revisar esa metodología. Ya en el siglo pasado se hablaba de no causar daños con las otras políticas (las que se llamaron políticas duras, como las económicas, financieras, comerciales…). Se trataba de evitar ese neocolonialismo que seguía extrayendo del sur (simbólico, más que geográfico) mucho más de lo que se le aportaba.

El Tratado de Maastricht, de 1992, ya planteaba la necesidad de una coherencia del conjunto de la actividad exterior de los estados de la Unión Europea en el marco de sus políticas de asuntos exteriores, de seguridad, económicas y de desarrollo. La OCDE lo introdujo en su estrategia en 1996.

En nuestro país, la Ley de Cooperación Internacional al Desarrollo, de 1998, recogía el concepto, que aparecía ya en el Plan de Cooperación Española 2005-2008. Fue incorporado también en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ONU, 2000) así como en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU, 2015). David Llistar acuñaría el término de anticooperación en su libro del mismo título (Icaria, 2012).

Estos avances no se han plasmado en las diversas cumbres internacionales: París (2005) y Acra (2008) se limitaron a buscar la eficacia de la ayuda desde un punto de vista casi tecnocrático. Busan (2011) amplió el foco de la cooperación más allá de la ayuda oficial al desarrollo, pero no abordó la coherencia de políticas.

Últimamente se han establecido cuatro niveles en ese camino hacia la coherencia, que Martínez Osés (2015) dibujaba a modo de círculos y elipses incluyentes:

1. Identificar las contradicciones y corregirlas, tal como se decía en los 90. Evitar la interferencia de las políticas públicas con los programas de ayuda.

2. Promover sinergias entre las distintas políticas de cada estado, promoviendo la coordinación interdepartamental de cara a obtener complementariedades que beneficien al desarrollo global.

3. Transversalizar el enfoque de desarrollo global en toda la acción de gobierno, responsabilizando a todas las instancias de la Administración en dicha búsqueda.

4. Asumir un cosmopolitismo (visión presente ya en Kant) o una gobernanza multinivel en la que todos los países incorporasen coordinadamente el compromiso del desarrollo sostenible e inclusivo en todas sus políticas, interiores y exteriores. Algo que nacería inexorablemente de la actual conciencia de globalización de todos los campos de la actividad humana, de dependencia del planeta Tierra e interdependencia mutua, pero cuya efectividad precisaría de una autoridad económica que rigiese el reparto de cargas y beneficios a nivel mundial.

Este último nivel es una clara utopía pero, como se ha dicho, tiene que servir para caminar, para dilucidar qué pasos nos llevan en la buena dirección o qué medidas nos alejan de ella.