A los razonamientos económicos les gusta disfrazarse de ciencia, aunque a veces no pasen de ser apuestas políticas o, peor aún, prejuicios ideológicos. A dos semanas del Primero de Mayo, tenemos la metáfora muy próxima: en los años ochenta del siglo XIX, un trabajador europeo medio trabajaba 3.000 horas al año, en largas y agotadoras jornadas, sin vacaciones pagadas ni bajas laborales. Cuando alguna persona avisaba a los más obcecados liberales de que se podía trabajar la mitad de tiempo produciendo más, sacaban las pistolas.

Ciento treinta años después de que unos anarquistas de Chicago se jugaran y perdieran la vida reivindicando la jornada de 8 horas, algo hemos mejorado: en Europa, el trabajador promedio ronda las 1.500 horas al año y produce como mínimo quince veces más valor añadido por hora.

Curiosamente, hoy algunos afirman que el problema en España es que se trabaja poco —estamos sobre las 1.700 horas trabajadas al año frente a las 1.400 de los alemanes— y, a renglón seguido, advierten con alarma de que la automatización y los robots van a aniquilar muchos empleos.

Abundan las paradojas de este género. Salimos de la crisis, el crecimiento de nuestro producto interior bruto (PIB) vuelve a ser el asombro de Europa, España vuelve a ir bien, pero muchos españoles tienen la persistente sensación de que les va mal.

Un cambio de criterios

Si tuviéramos que medir nuestro éxito, en vez de con el PIB, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, las malas noticias serían insoportables. Suspendemos en el cumplimiento de la mayoría de los objetivos y retrocedemos en aspectos críticos para nuestro futuro común.

Ya no se puede aludir a la crisis para ocultar el desmantelamiento de la ayuda al desarrollo o para justificar la desigualdad económica, la precariedad laboral, el deterioro de la salud y la educación públicas, el visible abandono de la ciencia —una renuncia al futuro— y el descuido de los fundamentos de la sostenibilidad ambiental.

El crecimiento económico no es la solución. Ni para España, ni para Europa, ni para el mundo. Al contrario, está enquistando algunos problemas y agravando otros. La receta no funciona y empeñarse en más de lo mismo no hará sino profundizar el descrédito de la política y la corrosión de las instituciones.

Pero, si el crecimiento es el problema, ¿cuál es la solución? Tal vez la respuesta esté en recuperar una economía al servicio de las personas y no al revés. Quizá sea entonces evidente que hay que renunciar a la extraña utopía de un crecimiento infinito en un planeta limitado.

Porque si el planeta tiene límites, el problema de la desigualdad global, así como las desigualdades que se producen dentro de cada país, esto se traduce en una ecuación para repartir la escasez: o bien acumulamos la riqueza en pocas manos, o bien la distribuimos guiados por algún patrón de justicia social.

Sería deseable que en la decisión participáramos todos los ciudadanos de este maltratado planeta para decidir juntos cuánto y dónde hay que crecer, y cuánto y dónde el decrecimiento será imprescindible. Democracia global para resolver problemas globales: en el cincuentenario del mayo del 68, pocos objetivos valdrían tanto la pena.