Después de más de tres meses de confinamiento, diferentes protestas fueron convocadas el pasado 15 de junio en toda Colombia. En Bogotá, bajo la consigna El encierro no nos calla. Por una vida digna contra el terrorismo de Estado, una de las marchas partió desde la localidad de Ciudad Bolívar.

La pandemia del coronavirus ha golpeado con especial saña los barrios populares del sur de la capital. El confinamiento obligatorio afecta especialmente a la economía informal que da empleo a cerca del 50% de la población del país, que ha visto cómo no puede salir a las calles a buscarse el sustento diario con normalidad.

La población disconforme con la ayuda de emergencia, que no acaba de llegar, saca banderas rojas a las ventanas para reclamar auxilio a un Gobierno que está más pendiente de dictar medidas que favorecen a bancos y grandes empresas, y de comprar armamento de control de masas por más de dos millones de dólares durante la pandemia.

Dentro de la propia localidad de Ciudad Bolívar, un caso paradigmático ha sido el de Altos de la Estancia, un asentamiento ilegal en el que la nueva alcaldesa de Bogotá, que tomó posesión de su cargo el pasado mes de enero, decidió aprovechar la pandemia para desalojar forzosamente a estos pobladores por ocupar este terreno destinado a parque. Centenares de personas, familias enteras, han sido desahuciadas desde mayo por la policía antidisturbios, que ha hecho uso de una violencia desproporcionada y ha ocasionado un alto desprestigio de la política del partido de Los Verdes.

Los pobladores fueron estigmatizados, acusados de favorecer las prácticas de los tierreros (mafias organizadas para la ocupación de terrenos) y de microtráfico de drogas. Además, se pretendían justificar los desalojos por el carácter inestable del suelo, que puede dar lugar a corrimientos de tierras.

Lo cierto es que, desde el mes de mayo, muchos de estos habitantes, a los que la publicidad institucional les instaba a quedarse en casa, tal como ordenan diferentes decretos presidenciales y de la propia alcaldía, han terminado durmiendo a la intemperie en una ciudad a 2.630 metros de altura, y en plena pandemia. Los ofrecimientos de las autoridades, e incluso las tutelas ganadas por alguna de las pobladoras, no se han cumplido, y el malestar entre ellos es enorme.

Este asentamiento es un ejemplo más de cómo crecieron Bogotá y otras ciudades colombianas: con el éxodo rural de campesinos llegados allí tras el abandono de sus tierras, muchos de ellos desplazados por el conflicto interno colombiano, pero que no han encontrado un lugar en la urbe para emprender un proyecto de vida.

Por eso, entre los que marchaban el 15 de junio se encontraba un numeroso grupo de estos antiguos campesinos, que caminaron 20 kilómetros hasta el centro de Bogotá, reclamando un plan de alimentación, salud integral, trabajo digno y vivienda para las comunidades. Un agotador recorrido con el agravante de no tener una casa a la que regresar a dormir, y que se desarrolló sin incidentes hasta el Museo Nacional, donde se unió a otra marcha del Proceso de Comunidades Negras (PNC), convocada «contra el racismo y el genocidio del pueblo negro».

En esta otra convocatoria se denunciaba especialmente la muerte violenta a manos de la policía de los afrodescendientes Anderson Arboleda, Estela Valencia Murillo y Janner García Palomino durante este periodo de confinamiento.

La manifestación, que discurría de manera pacífica, e incluso festiva, con la animación de los bailes y música del PCN, pretendía continuar su recorrido con una marcha de antorchas hasta la plaza de Bolívar. Pero fue disuelta violentamente por la Policía, al mando de Claudia López. En Colombia, los alcaldes ostentan las competencias de seguridad en las ciudades. Por eso, a lo largo del día, se habían dirigido mensajes a la alcaldesa para que permitiera discurrir la marcha de manera pacífica.

Debajo de la Torre Colpatria, el rascacielos más emblemático de la ciudad, dos cordones de la Policía bloquearon el frente y la trasera de los manifestantes. Y cuando estos pretendían retirarse del cerco policial, bajo la protección de una cadena humana de equipos de derechos humanos, los mandos ordenaron disolver a la fuerza a los manifestantes, atacando a estos equipos y a la prensa.

Entre los heridos se encuentra el periodista José Cariuhuasari Ramos, que recibió una patada directa de un policía cuando yacía en el suelo, tumbado de espaldas, sujetando su material de trabajo. Ese día hubo unos cien detenidos por participar en las diferentes manifestaciones de Bogotá. Todos ellos fueron liberados con posterioridad sin cargos.

La alcaldesa de la capital colombiana, y el presidente Iván Duque, llamaron vándalos a los manifestantes. Una acusación respondida por la activista de derechos humanos, premio Goldman y recién elegida presidenta del Consejo Nacional de Paz. «No somos vándalos, somos seres humanos cansados del racismo estructural que nos asfixia y asesina todos los días».

La irrupción de la pandemia expone la precariedad de un país que mantiene en exclusión a millones de sus ciudadanos, al margen de cualquier proyecto de inclusión real, fuera de una sociedad altamente estratificada y que, como se leía en alguna de las pancartas, ahora afronta el tenaz dilema y temor de «morir de covid o de hambre».