La celebración del 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos es una excusa tan buena como cualquier otra para recordar obviedades: se mire por donde se mire, el mundo es un lugar más habitable que en 1948, pero los derechos humanos siguen siendo una asignatura pendiente en la mitad del planeta y en la última década hemos podido detectar retrocesos significativos aquí y allá. El avance de las ultraderechas, arriscadas en su defensa de un nacionalismo obtuso y racista, valgan las redundancias, es el último síntoma reconocible de una patología más honda.

La descomposición manifiesta de la actual arquitectura del capitalismo mundial está dejando al descubierto las costuras de la falsa globalización de finales del siglo XX, tan atenta a derribar los obstáculos que frenaban los movimientos de capital y a expandir mercados, como vigilante a la hora de fortalecer e impermeabilizar unas fronteras que se conciben como diques idóneos para la reproducción y la amplificación de las desigualdades territoriales y sociales. Las fronteras han impedido el tránsito de las personas y han salvaguardado eficazmente las diferencias laborales, ambientales y fiscales, cultivando una oferta diversa para que las transnacionales puedan escoger a conveniencia.

En el plano estatal, el avance de distintas formas de neoliberalismo y el fundamentalismo del mercado han saturado las políticas occidentales impulsando la concentración de la riqueza en pocas manos, la incapacidad de construir políticas de bien común y el abandono de los principios que inspiraron el Estado social. El dominio es tan abrumador que hemos llegado a considerar estos efectos, erróneamente, como inevitables, y en consecuencia nos parece estéril luchar contra ellos.

¿Qué hay en el otro lado de la balanza? En este contexto, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) o la firma del reciente Pacto Mundial sobre Migración diseñan un escenario paralelo, optimista, valiente y voluntarioso. ¿Qué más? Bueno, si estas declaraciones no impulsan realidades, el contenido será nada. Es sabido que a menudo la cooperación es a la injusticia lo mismo que la homeopatía al cáncer. Porque la cooperación ha de venir acompañada por instituciones firmes, por una perspectiva crítica de las razones últimas que subyacen a la injusticia, y debe acompañarse, en fin, por una voluntad compartida de transformación mucho más allá de pequeñas intervenciones locales. Sin esto, es poco más que el confesionario del sistema.

La enfermedad es profunda y sus metástasis hoy dan más miedo que hace tan solo unas semanas. Cuanto antes nos lo tomemos en serio, mejor, porque la tarea no es fácil: recuperar el maltratado tejido social, así como la conexión entre la gente y sus instituciones políticas. Es preciso recobrar los discursos cívicos y es urgente construir, sin excluir a nadie, una ciudadanía global (si no es global, ni es sostenible ni es ciudadanía), conjurando los enfrentamientos entre pobres y la repulsa del diferente.

La vacuna está inventada. Los derechos humanos y los ODS, hoy más necesarios que nunca, son la brújula hacia un rumbo justo, digno y decente. Sin esa guía podríamos perdernos, pues el fascismo hay que combatirlo todos los días del mismo modo que la democracia hay que construirla y alimentarla cada día.