Hannah McCarty no conseguía desvestirse para ducharse después de aquel San Valentín. Enfrentarse al espejo era asumir el daño en su cuerpo, las magulladuras, la violación. A Mary Onjwag una situación similar, tampoco consentida, la dejó sola en la calle y embarazada con 19 años.

A Hannah, en Washington (EEUU), y a Mary, en Nairobi (Kenia), les une una pandemia: la violencia sexual. Ambas eran estudiantes universitarias entonces, en unos campus donde estos episodios se repiten cada semana casi con total impunidad. Sus alumnas han comenzado a organizarse para romper el silencio.

«Cuando vi la sangre fue cuando supe lo que había ocurrido», relata Hannah. La vida de esta estadounidense de 23 años cambió hace cuatro años, recién llegada a la Universidad de Maryland y sin haber tenido aún su primera experiencia sexual. Conoció al chico en una fiesta y le besó en una habitación, pero tenía claro que no quería «nada más». Cuando fue a despedirse, él le ofreció llevarla a casa. Todo lo que recuerda después está envuelto en la neblina del alcohol: unas escaleras desconocidas que esquivaban al vigilante de la residencia, estar tumbada en una cama y, de pronto, un «dolor punzante en la entrepierna». «Solo me acuerdo de que me levanté, fui hacia el baño y vi la sangre por todo el váter».

Lo que siguió fue una pesadilla que duró hasta su graduación. El tiempo solo menguó sus opciones de justicia: la Policía nunca tomó su caso en serio y la universidad hizo una «clase» de investigación interna más parecida a «una broma». Hannah acababa de convertirse en una estadística; pertenece al 26% de estudiantes de grado universitario que son violadas o sometidas a abusos sexuales en EE.UU., según un estudio de la Asociación Estadounidense de Universidades (AAU) que hizo público el pasado octubre.

Pero solo el 20% de esas alumnas acuden a la Policía, según el Departamento de Justicia. Y aunque los campus están obligados por ley a informar al Gobierno de cualquier crimen, el 89% de las universidades niega que haya habido violaciones en su recinto.

Las cifras kenianas son mucho más difusas. La Encuesta sobre Salud y Demografía que realizó el Gobierno en 2014 -el único documento oficial que da alguna estimación sobre este tema- señala que el 14% de las mujeres en Kenia son víctimas de violencia sexual, y la mitad de éstas han sido violadas por primera vez antes de cumplir los 22 años. Sin embargo, la violación es uno de los crímenes menos reportados en el país africano.

Angie no es parte de esas estadísticas. Por suerte, una amiga acudió en su ayuda cuando empezó a gritar después de que un compañero de curso la obligase a ir a su cuarto en una residencia universitaria y comenzase a ponerse agresivo y a tocarla. «Estaba tan asustada que estaba en shock. No me lo esperaba y menos de un compañero de curso», cuenta, en tono calmado, esta estudiante keniana de Química.

Sabe que su situación no es la peor, pero la joven no se quiere quedar callada «por las que no se atreven», por las que violaron y silenciaron o incluso por las que violaron y asesinaron y, sobre todo, para que los agresores «no queden impunes», asegura. La situación está tan normalizada que cuando un chico se propasa con una chica, «se ve como una broma». O que un docente invite a una alumna a café... y a la cama.

ACOSO DE PROFESORES

Es lo que le sucedió a Diana, otra estudiante de 20 años keniana. Nada más comenzar sus estudios de Ingeniería Eléctrica, un profesor comenzó a hacerle «insinuaciones sexuales». Era una alumna de primero que no quería empezar mal los estudios ni ofender a un profesor. Le pidió salir varias veces, que fuese a su oficina en privado e incluso que se marchase de viaje con él. Al final, tuvo que cambiarse de carrera para dejar de ver a su acosador.

«Estaba realmente traumatizada por la experiencia por la que había pasado. Tenía recuerdos terribles y este tipo en particular me hizo sentir horrible conmigo misma y puedo decir que mi autoestima, desde ese momento, se ha reducido realmente», asevera. La mitad de las estudiantes universitarias de Nairobi ha sufrido algún tipo de acoso sexual por parte de sus profesores u otro personal del campus, según una encuesta realizada a finales del año pasado por ONU Mujeres y la oenegé Action Aid. Y el 38% de las estudiantes considera que la universidad va a hacer poco o nada para acabar con esta situación.

Han pasado más de dos años y tanto Angie como Diana tienen que seguir viendo a sus acosadores en el campus. Uno de los mayores miedos de Diana, de hecho, es que el semestre que viene vuelva a tener clase con el mismo profesor. La situación fue similar para Hannah, que unos meses después volvió a encontrarse con su violador en una fiesta. Los dos estudiaban en un campus donde «todo el mundo se conocía» y «todo el mundo sabía» lo que él le había hecho.

La gota que colmó el vaso fue la decisión de su universidad de cerrar la investigación sin tomar medidas. A Hannah, como a Diana, el abuso la llevó a dar un giro a su educación. Se mudó al campus principal de su misma institución, a unos 40 kilómetros. «No podía quedarme en un campus que no me había apoyado», explica.

«Habían cuestionado mi carácter y mi historial sexual, pero no el de él», subraya McCarty, cuyo agresor alegó que ella le había denunciado porque se «arrepentía de haber perdido la virginidad». Desde el otro punto del globo, la historia de Diana coincide: «cuando le cuento lo que me sucedió a alguien, lo primero que escuchó es: ¿Cómo ibas vestida? ¿Qué estabas haciendo durante su clase? ¿Cómo estabas hablando en clase? No es normal, nada justifica una violación».