En los años 90, el mundo sufría entre 25 y 45 emergencias alimentarias cada año. Pero, desde el año 2000, esta cifra se ha elevado hasta 50 y 65 emergencias alimentarias anuales. El cambio climático y los conflictos explican en parte el incremento. Pero la clave está en el concepto de resiliencia: la capacidad de una persona, hogar, comunidad o país para convivir, adaptarse y recuperarse rápidamente de una crisis. Cada vez más personas, a menudo comunidades enteras, que parten de una situación inicial de alta vulnerabilidad, se ven forzadas a poner en marcha mecanismos de supervivencia cada vez más extremos que dificultan la recuperación y dejan un margen cada vez más reducido para hacer frente al próximo choque o a la próxima estación del hambre.

Es lo que está ocurriendo en el Sahel, donde 5 millones de niños ya sufren desnutrición. El hambre estacional eleva esta cifra cada año, poniendo en riesgo sus vidas y causando daños irreparables en el desarrollo físico y cognitivo de aquellos que sobreviven.

Su recuperación será lenta y nunca completa, por lo que cada año, con la llegada de una nueva estación del hambre, su situación será más grave y comprometida.

El hambre estacional es un periodo de escasez que se da cada año en países donde su población depende de la agricultura de subsistencia. Las reservas de alimentos de la cosecha anterior se van agotando y esa falta de oferta hace que los precios suban de manera insoportable para la población.

Justo antes, el agua escasea y las familias tienen dificultad para mantener una higiene adecuada, lo que aumenta las enfermedades diarreicas que debilitan la salud para enfrentarse a lo que llega. El hambre estacional coincide además con el inicio de la estación de lluvias, que favorece la aparición de agua estancada y se disparan los casos de malaria y otras enfermedades. Quienes las sufren son más vulnerables a la desnutrición, ya que no pueden retener y absorber los nutrientes cuando los ingieren.

Y cuando esta situación empieza, por delante quedan todavía casi cinco largos meses hasta la próxima cosecha. Cinco meses de hambre silenciosa, predecible y evitable. Una estación que se convierte en una amenaza real para más de 30 millones de personas en el Sahel, una quinta parte de sus aproximadamente 150 millones de habitantes.

El hambre estacional afecta a familias que no pasan hambre en otras épocas del año y redobla la presión para los que la sufren habitualmente y los más vulnerables. Además, factores como la pobreza, los conflictos y la inseguridad, las enfermedades y los fenómenos climáticos agravan esta situación.

Esta situación se hace especialmente grave en el Sahel, donde una de cada dos personas es pobre. Cuando las reservas de las cosechas escasean en el mercado y los precios suben, los alimentos se van haciendo más inalcanzables para esta mitad de la población.

Quienes además no poseen tierras o ganado, se ven más expuestos. Si tampoco pueden acceden a servicios de salud o de agua y saneamiento, porque no existen o no pueden pagarlos, los riesgos se agravan y las soluciones se complican.

Menos recursos y precios más altos empujan a las familias a decisiones que proporcionan ingresos o comida a corto plazo pero con consecuencias negativas en el largo plazo. Los préstamos con alto interés o la venta de propiedades proporcionan alimentos hoy pero comprometen ingresos futuros o la siguiente cosecha. Pero moverse en busca de trabajo tiene un fuerte coste social y de futuro, dejando pueblos enteros sin los más jóvenes.

Además, la reducción del número de comidas diarias y su calidad y variedad influirá en el crecimiento y desarrollo de los niños, trayendo más hambre y desnutrición en el futuro.