En 1999, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó las primeras directrices que marcan las pautas de las legislaciones nacionales e internacionales sobre la donación de medicinas. Según estas normas, las donaciones deben estar avaladas por personal farmacéutico, asegurar que los medicamentos no hayan salido del canal farmacéutico de distribución, cumplir exhaustivamente todos los estándares internacionales de calidad y, según la legislación de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), tener una fecha de caducidad superior a quince meses cuando lleguen a su destino.

En este sentido, un ejemplo habitual de mala praxis son aquellos medicamentos que tendrían que llevarse para su reciclaje a los contenedores del Sistema Integral de Gestión del Medicamento (SIGRE), que están en las farmacias, pero acaban en una maleta rumbo al país receptor, saliendo así del circuito de distribución farmacéutico, lo que invalidaría esa donación.

Otro error común que suele darse en un contexto de emergencia es que habitualmente se entregan medicamentos que no son los que se necesitan sobre el terreno. Por ejemplo, tras el terremoto de El Salvador en el el año 2001, el 37% de los suministros farmacológicos recibidos resultaron inadecuados (no hacían falta, estaban mal envasados, el idioma del prospecto no era inteligible…).

Otro caso. Tras el gran tsunami que asoló buena parte de las costas del océano Índico en el año 2004, tan solo el 10% de las 56 toneladas que se recibieron en Sri Lanka era válido. Esos medicamentos sobrantes que llegan al país receptor no pueden desecharse sin más, pues constituyen un residuo peligroso y altamente contaminante. Hay que darles un costoso tratamiento, que en el caso de Sri Lanka ascendió a 180 dólares por tonelada, lo que obligó a destinar ingentes recursos a esta labor en medio de las enormes necesidades que implica una emergencia.