La mujer con discapacidad intelectual es un claro ejemplo del fenómeno de interseccionalidad, entendiendo por este la situación de discriminación que experimenta una persona sobre la que operan diferentes ejes de opresión en la configuración de su identidad, y que es diferente a la derivada de la suma aislada de cada uno ellos.

El proceso de conformación de la identidad de la mujer con discapacidad recoge de un lado la estereotipación de género, y de otro los mitos de la discapacidad. Así, el colectivo de mujeres con discapacidad intelectual debe afrontar las barreras derivadas de ser mujer, tener una discapacidad y ser esta intelectual. Y es que la discapacidad afecta de un modo específico y diferenciado a lo femenino y lo masculino, y el modelo de la prescindencia ha ejercido mayor influencia en la discapacidad psíquica o cognitiva que en la discapacidad física, en un mundo que ha ido progresando hacia modelos de producción independientes de la condición física.

A pesar de que una de las características compartida por ambos sexos es la heteronomía, y sus limitaciones respecto a las posibilidades de elección personal conforme a sus preferencias (no en vano una parte del colectivo tiene modificada su capacidad jurídica), no es menos cierto que sobre la mujer con discapacidad se ejerce todavía con más fuerza el estereotipo de ser dependiente, necesitada de protección y cuidados, incapaz de valerse por sí misma y sin derecho, por tanto, a ejercer el protagonismo de su proyecto vital.

La mujer con discapacidad intelectual enfrenta también restricciones en roles socialmente valorados en la mujer, como son el de la reproducción y la crianza, y siente el rechazo derivado de una estética que no coincide con los cánones patriarcales.

Todos estos factores se traducen en la realidad en una situación de vulnerabilidad, donde las mujeres con discapacidad intelectual ocupan las tasas más bajas de actividad y ocupación, los niveles más precarios de formación y el mayor riesgo de sufrir algún tipo violencia basada en el género.

Desde las entidades que conformamos el tejido asociativo, y desde la sociedad en su conjunto, hemos de ser capaces de reconocer los factores de exclusión que genera el binomio género-discapacidad, y articular las medidas y sistemas de apoyos capaces de garantizar el libre ejercicio de los derechos. Para ello hemos de configurar servicios que se fundamenten en las decisiones facilitadas de usuarias y usuarios, diseñados de forma objetiva y fundamentados en el enfoque de género.