Existe un creciente consenso académico sobre la necesidad de concebir el desarrollo como un fenómeno global y multidimensional. Ello obliga a revisar el concepto de Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) y los criterios de concesionalidad para no dejar a nadie atrás. Dado que el crecimiento de la renta per cápita no es el indicador más adecuado para medir el desarrollo y dando por descontado que algo habrá que hacer con la crisis ambiental y ecológica que se avecina, los criterios rectores de la cooperación deben redefinir las relaciones Norte-Sur y Sur-Sur, así como encontrar incentivos y marcos institucionales adecuados, en un novedoso contexto global que exige la construcción de una gobernanza eficaz y vigilante de la coherencia entre las políticas.

Si aceptamos que la globalización no tiene marcha atrás, para hacer de ella una oportunidad deberemos afrontar una demanda creciente de Bienes Públicos Globales (BPG). En la definición de Ostrom, un bien público lo es porque está disponible para todos y porque su disfrute individual no impide el disfrute de otros; si además es global, sus beneficios han de ser universales y sostenibles, es decir, deben satisfacer las necesidades presentes de todos sin comprometer el desarrollo de las generaciones futuras. Entre los BPG cuyos beneficios universales son más evidentes, y que a todos nos comprometen, se encuentran: medio ambiente, sostenibilidad, salud, paz, estabilidad política y financiera, seguridad, conocimiento y, por supuesto, igualdad de género. Todos ellos son al mismo tiempo medios y fines del desarrollo que queremos.

La opinión pública se ha mantenido al margen del debate acerca de cuál es el papel de la cooperación en el modelo actual de relaciones internacionales. La realidad, aunque buena parte de la población siga pensando lo contrario, es que la reducción de desigualdades en términos de renta entre países del Norte y del Sur y la lucha contra la pobreza ya no son los objetivos únicos de la cooperación. Por ello, implementar los cambios antes mencionados obliga a cambiar con urgencia la concepción que tiene la ciudadanía acerca de la cooperación y el desarrollo sostenible, al objeto de que sea capaz de comprender cuáles son los objetivos deseables y los impactos reales (no solo económicos, sino también sociales y ambientales) alcanzados con las diversas actuaciones de cooperación para el desarrollo.

Algunos economistas ya exigen concebir los Objetivos de Desarrollo Sostenible como BPG, de modo que la cooperación al desarrollo se entienda como una política pública global. Autores como Severino y Ray han propuesto incluso la sustitución del concepto de Ayuda Oficial al Desarrollo por una Política Financiera Global cuya meta, más allá de la convergencia económica entre países receptores y beneficiarios, también buscaría favorecer un mejor acceso a servicios esenciales y la provisión de BPG. Todo conduce hacia una misma encrucijada: una gobernanza global efectiva, desde la democracia y la participación de una ciudadanía verdaderamente global, no es solo un BPG más, sino la condición necesaria para salvaguardar todos los demás y para hacer de la idea de desarrollo sostenible algo más que una etiqueta vacía.

* Gema Fabro y José R. Moreno.