Noticias recientes informan de que el fin de la crisis económica que se inició en el año 2008 está próximo. De hecho, en términos de macroeconomía, se considera que esta ya finalizó hace tiempo y que pronto los ciudadanos de a pie empezaremos a disfrutar de la salida de la crisis. Sin embargo, muchos somos escépticos ante este anuncio optimista. O, mejor dicho, no vemos de forma tan esperanzadora el fin de esta situación.

Las señales que recibimos siguen siendo de una gran incertidumbre, asociadas a una precariedad e inseguridad laboral enorme, y a una gran dificultad para vislumbrar proyectos y planes de vida a medio y a largo plazo. En definitiva, seguimos inmersos en un escenario que carece de los medios y elementos que nos den perspectivas de futuro y horizontes hacia los que orientar nuestros pasos y nuestras vidas de una forma mínimamente realizable. Y en este escenario se presenta la competitividad como un valor imprescindible para tener éxito.

Pero... ¿es la competitividad, realmente, y en el año 2017, un valor imprescindible para alcanzar una vida plena? ¿Lo es para desarrollar las capacidades y proyectos de vida que uno desea? O por el contrario, ¿nos conduce al fracaso y a la frustración, tanto desde un punto de vista personal como de nuestra sociedad en su conjunto? ¿Es realmente en el año 2017 la competitividad un motor imprescindible para el desarrollo?

Competitividad implica, valga la redundancia, competir; y en una competición, por su naturaleza intrínseca, siempre hay ganadores y perdedores. Por tanto, un modelo de desarrollo fuertemente basado en la competitividad como valor esencial para alcanzar el éxito, genera necesariamente perdedores, genera oponentes (enemigos), genera frustración en aquellos que no ganan.

La humanidad ha alcanzado un nivel de desarrollo científico, tecnológico y económico suficiente que permitiría cubrir las necesidades básicas de alimentación, agua, energía, educación y sanidad de toda la población mundial (cercana a los 7.500 millones de habitantes).

Sin embargo, a comienzos de este año 2017, todavía se estima que más de 2.000 millones de personas (en torno al 25% de la población mundial) cuenta con unos ingresos de escasamente 3 dólares al día; y aproximadamente dos tercios de la población mundial (unos 5.000 millones) vive por debajo del umbral de la pobreza.

Y esto no solo sucede en países en desarrollo, en la Unión Europea cerca del 24% de la población vive en riesgo de exclusión social. Y, en el caso de España, esta cifra está próxima al 30%. Estos datos simplemente ilustran las enormes carencias que hoy en día sufre buena parte de la población mundial a pesar de que se dispone de capacidad científica, técnica y económica para superarlas.

Por otra parte, el modelo de desarrollo imperante en la actualidad está provocando impactos ambientales que pueden dar lugar a cambios irreversibles en los ecosistemas y en la biosfera en su conjunto. Las consecuencias de estas afecciones son prácticamente imposibles de predecir. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que, con toda probabilidad, provocarán crisis a escala planetaria que sufrirá toda la población mundial, y muy especialmente los colectivos más vulnerables y con menos recursos.