Se atribuye a José María Ruiz-Gallardón, padre del ministro de Justicia, la frase: «¿Conservador yo? Tendríais que conocer a mi hijo, ese sí que es de derechas». Con aquella confidencia, pronunciada en sede parlamentaria a mediados de los años 80, el veterano diputado de Alianza Popular aspiraba a quitarse de encima la etiqueta carca que le perseguía desde los tiempos del franquismo endilgándosela a su hijo, quien a esas horas ejercía de látigo fustigador en los bancos de la oposición del Ayuntamiento de Madrid frente a la humareda sociata que gobernaba el consistorio.

Desde entonces, Alberto Ruiz-Gallardón (Madrid, 1958) viene moviéndose por el rugoso terreno de la política, propicio a las trampas y las emboscadas, con la cualidad de los materiales más dúctiles. Sabedor de que la mejor manera que hay para que no te partan consiste en aprender a doblarte, el político ha conseguido desprender de sí mismo un brillo y su contrario, lo que ha llegado a confundir a propios y extraños cuando tocaba vislumbrar la verdadera esencia del personaje. Siempre propulsado por la promesa del más alto porvenir, pero siempre sembrando dudas a su alrededor.

Hasta hace no demasiado, el chascarrillo de Gallardón padre resultaba inverosímil a oídos de quienes miraban la cara de empollón del presidente de la Comunidad de Madrid (1995 y 2003), y posterior alcalde de la capital (2003-2011), y veían la esperanza más fiable que había parido España para dotar al país, al fin, de una derecha moderna, europea e ilustrada, libre de herencias con el pasado.

El mayor traidor

Encantado con ese perfil, en aquellos años de oídos regalados, Gallardón se dedicaba a aplicar políticas autonómicas y municipales que no chirriaban por conservadoras, se entendía con mano izquierda con sindicatos y grupos sociales y oficiaba bodas gays defendiendo el amor por encima de lo que dijera el DNI y la santa madre Iglesia, para escarnio de la derecha más rancia de Madrid, tanto la mediática como la militante en su partido, que a partir de ese momento le consideró el mayor traidor que había pisado la Península desde los tiempos de Vellido Dolfos.

Esos ataques de la caverna le ayudaron a cosechar simpatías entre la parroquia más centrista de la izquierda, quedando por entonces tácitamente asentado el dogma demoscópico de que él era el único líder conservador capaz de pescar votos en caladeros ajenos, idea que no ha dejado de sobrevolar su cabeza en los últimos 15 años. Un día, en un plató de televisión, Joaquín Sabina le preguntó en directo: «¿Cuándo vas a dejar el PP y vas a fundar un partido de centro con Pepe Bono?». A lo que Gallardón respondió con una de sus ambiguas sonrisas.

La corriente contraria a él dentro del partido cristalizó en la figura de Esperanza Aguirre, quien no dudó en rebatirle el liderazgo en Madrid. Ninguneado y despechado al ver que Rajoy no contaba con él en las listas de las generales del 2008, Gallardón amagó con retirarse, pero aquella finta solo sirvió para confirmar que, más que el mirlo blanco del PP, era un líder incierto.

Su llegada al Ministerio de Justicia en diciembre del 2011 supuso su penúltimo bandazo. Los que antes habían alabado su moderación en la gestión de la cosa pública se quedaron perplejos al verle imponer el tasazo judicial bajo el argumento de que «así se garantiza la justicia gratuita», y defender la contrarreforma de la ley del aborto como «medida para proteger la libertad de las mujeres». Su regreso al corazón de la derecha ha sido interpretado como una maniobra para reconciliarse con las raíces más auténticas del partido, pero tanto trasiego de disfraces ha acabado destiñendo su figura y dejándole sin apoyos mediáticos en el quiosco. La filtración del paso atrás que Rajoy prevé dar en la ley del aborto, a la vista del rechazo que el nuevo texto ha generado entre los votantes, ha devuelto a Gallardón a ese escenario hamletiano que tan bien conoce: el de la duda de ser o no ser (de derechas o centrista); el de seguir en la política o retirarse de una vez por todas.

Analizar cada gesto

Estos días, los exégetas del gallardonismo viven jornadas de temporada alta. Cada uno de los gestos del ministro es analizado al detalle para tratar de adivinar las intenciones que esconde. Lacónico y misterioso, Gallardón ha afirmado que «es difícil saber dónde estará cada uno hoy, mañana o dentro de un año», y ha prometido que la próxima semana hablará. Muchos le dan por muerto, pero esa lápida ya se esculpió inútilmente hace seis años. Pronto sabremos si su habilidad para adaptarse a las rugosidades del terreno sigue siendo elástica o ya no da más de sí.