El independentismo -o buena parte de él- está intentado una segunda fase del fallido procés que arrancó en 2012. El pleno del Parlament del pasado jueves y el incendiario discurso de Carles Puigdemont renunciando provisionalmente a ser investido en beneficio del encarcelado Jordi Sànchez son la constatación de que la normalidad institucional es letal para el separatismo catalán y que sólo desde la agitación subversiva, la denuncia internacional y la constante reivindicación del supuesto legitimismo del 1 y del 27 de octubre es posible sostener el ecosistema secesionista.

Regresar a la institucionalización, dotar a Cataluña de un gobierno «efectivo», hacer decaer el artículo 155, evitar por más tiempo el esperpento del «espacio libre de Bruselas», desistir del «proceso constituyente» de la república, serían decisiones que acabarían con el modus vivendi de una buena parte de la clase dirigente de Cataluña y archivarían la vigencia de una legión de publicistas que perderían su notoriedad y, seguramente, sus recursos alimenticios. La estrategia consiste, en consecuencia, en la confrontación máxima.

El sociólogo José Luis Álvarez, doctor en la materia por la Universidad de Harvard y profesor ahora en París, autor en 2014 de un libro extraordinario sobre el liderazgo de los presidentes de los gobiernos de la democracia, ha escandalizado a algunos analistas al proponer en el diario El País (15 de febrero pasado) que la desactivación del independentismo pasa necesariamente por «la confrontación máxima, concentrada, final», con supresión de la inmersión lingüística como decisión vertebral del enfrentamiento con los secesionistas que se muestran inasequibles al desaliento.

Para Álvarez, de no ir a esa colisión de manera directa, el independentismo terminará ganando porque las bases de la segregación fueron bien consolidadas por la política de nacionalización de Jordi Pujol: la superioridad moral («A partir de ahora, de ética hablaremos nosotros» dijo el expresident después del caso de Banca Catalana), el control de los medios de comunicación y una administración potente y la inmersión educativa en catalán. El artículo del sociólogo se titulaba muy descriptivamente Els de casa frente a els de fora.

Al comprobar la pertinacia de Puigdemont, la creación de estructuras políticas -simbólicas o efectivas- paralelas a las instituciones autonómicas y el activismo internacional contra el crédito del Estado, las clases dirigentes españolas están comprando el planteamiento de «confrontación máxima» de José Luis Álvarez. Ya nadie debate sobre la posibilidad de una cercana reforma constitucional; la comisión sobre el modelo territorial autonómico impulsada por el PSOE ha fracasado y el documento de los diez catedráticos de derecho titulado Ideas para una reforma de la Constitución duerme el sueño de los justos. Las próximas expectativas sobre Cataluña quedan circunscritas al desbloqueo parlamentario que permitiría la negociación de los Presupuestos con el PNV y al desarrollo de los procesos judiciales en la Audiencia Nacional y en el Tribunal Supremo.

Las novedades más determinantes se producirán en primavera: Llarena, pese a haber declarado compleja la causa del procés para ampliar su instrucción hasta doce meses más, mantiene su intención de dictar auto de procesamiento en abril y no permitir la excarcelación de Sànchez para una eventual investidura. De tal modo que si, finalmente, fuese Jordi Turull el candidato que acceda a la presidencia de la Generalitat permanecería poco tiempo en el cargo: no más allá del primer trimestre del año que viene, cuando se supone que el Supremo dictaría sentencia probablemente condenatoria para los imputados.

Para entonces, el secesionismo tendrá que haberse organizado para afrontar las elecciones municipales en Cataluña. Los ayuntamientos han sido la red del procés y la reválida del independentismo se va a producir en el mes de mayo de 2019 en un clima de progresivo deterioro social y de enorme cansancio por los avatares de la errática política catalana sobre la que va disminuyendo la atención mediática y ciudadana, desplazándose hacia los temas de carácter social y, especialmente, la viabilidad del sistema de pensiones y las reivindicaciones de los jubilados y las viudas, colectivos en pie de protesta contra el PP y que otrora fueron su más importante bolsa de votos.

¿Cabe esperar a algún nuevo actor en la política catalana con ocasión de los procesos electorales del año que viene? Es posible. Lluires, de Antoni Fernández Teixidó, después de una larga gestación, podría estar en condiciones de hacer una renovada oferta catalanista, liberal y no soberanista. Recuperar el catalanismo parece en estos tiempos una tarea poco menos que imposible como se deduce de la lectura del libro de Santi Vila (De héroes y traidores, editado por Península) que se distribuye en librerías el martes. El catalanismo del siglo XX no tiene ya posibilidad alguna de revigorizarse, porque España no lo aceptará sin una superior capacidad de compromiso (Pujol quiso mandar en los Gobiernos pero no participar en ellos) y sin una garantía de plena lealtad al sistema constitucional. De ahí que, por el momento, permanezcamos con la crisis catalana abierta en canal y abonados a la «confrontación máxima».