Xabier Lapitz se apoyaba en la valla que habían colocado los Mossos y miraba las astas de las banderas de la cubierta del Parlament. La atención mediática se hallaba dentro, en las escaleras, donde Carles Puigdemont y Oriol Junqueras dirigían unas palabras en un tono templado. El Parlament había declarado la independencia. Era el 27 de octubre del 2017. Las banderas se habían retirado y Lapitz, uno de los periodistas estrella de Euskal Telebista, se preguntaba si se habían arriado por haberse finalizado el pleno o como primera visualización del presuntamente neonato estado.

El pleno había sido raro. La declaración en sí había sido leída por la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, quien inquirió a un Carles Puigdemont cabizbajo si quería intervenir. El entonces presidente catalán declinó. Iba a mantener ese perfil bajo hasta que se enteró de que su vicepresidente había dado orden de preparar una especie de comparecencia para dar empaque al momento. Puigdemont no quiso perder ripio.

Las instrucciones del Govern pasaban por preparar esa misma tarde las primeras medidas del ejecutivo republicano, 40 decretos y leyes. Pero la sensación de desbandada empezó a cundir de inmediato. Corrieron rumores de que se había relevado la escolta, como mínimo, al vicepresidente y a cuatro consellers. Puigdemont pasó la tarde en el Palau de la Generalitat, junto con casi todos los cargos de confianza que habitualmente tenían despacho en el edificio.

Esa tarde se celebró un concierto en la plaza de Sant Jaume y todas las miradas se dirigieron hacia el tejado para ver si se arriaba la bandera española. En Palau hubo voces que lo reclamaron e, incluso, hubo quien se proveyó de un saco de dormir por si se cerraba un cerco sobre la sede de la Generalitat. Puigdemont se negó a quitar la bandera española.

REFLEXIÓN Y FAMILIA / Junqueras se recluyó en su domicilio. Dio el móvil a sus colaboradores (hubo consigna de que los consellers se los quitaran de encima) y señaló que quería «reflexionar» y estar con la familia. El cumpleaños del primogénito del vicepresidente se produciría en breves días y Junqueras temió, como así fue, que la acción judicial le impidiera celebrarlo en el día señalado, así que la familia avanzó la fiesta a ese mismo fin de semana.

Con todo, el presidente de ERC en ningún momento se aisló. Se pergeñó un básico y efectivo canal de comunicación seguro por el que siguió dando órdenes. Entre ellas, la de delegar en Marta Rovira cualquier cónclave que tuviera lugar en la trinchera independentista.

Puigdemont salió de Palau pasadas las ocho. Se había organizado un encuentro de todo el Govern más allá de la frontera, en concreto en la localidad de Pézilla-la-Rivière, a 15 kilómetros de Perpiñán. En ese pueblo del Rosellón residió, hace más de 30 años, el activista de Terra Lliure Pere Bascompte. Todo el Gobierno catalán acude a la cita, excepto Junqueras, el consejero de Justicia, Carles Mundó, y el de Salud, Toni Comín.

Una de las primeras acciones que se toman en Francia es buscar consejo legal. Y se llama al teniente de alcalde de Barcelona Jaume Asens, experto en derechos civiles y derechos humanos. A Asens se le pide consejo sobre legalidad internacional, cómo se procedía en determinados países y cómo funcionan las euro-órdenes. Se le pregunta, incluso, qué países no tienen tratados de extradición con España. El clima de tensión por la situación se halla en máximos. Es en territorio francés, donde algunos consellers expresan su malestar e, incluso, dicen sentirse engañados. Hay hasta discusiones elevadas de tono, como por ejemplo entre Jordi Turull y Clara Ponsatí.

El Govern, o ya ex-Govern puesto que habían sido destituidos, abandonó en la mañana siguiente su exilio momentáneo en Francia y cruzó de nuevo la frontera para establecerse en una masía del Alto Ampurdán. Hasta allí se acercó Comín, que previamente había celebrado una despedida en su casa con sus colaboradores, en compañía de un abogado-asesor y, también, Marta Rovira, en representación de Junqueras.

Puigdemont se dio un baño de masas en Gerona, donde fue a comer. Se mostró precavido: solicitó al equipo de TV-3 que acudió a grabarle una declaración en la delegación del Govern que no sobreimpresionaran en pantalla President de la Generalitat.

En ese momento se daba por seguro que el exalcalde de la ciudad acudiría al estadio de Montilivi, al día siguiente, a presenciar el Girona-Real Madrid. Tanto era así que la segura presencia del president destituido creó dudas en el máximo responsable del club blanco, Florentino Pérez. Este buscó consejo en un antiguo jefe de Comunicación del club: «¿Qué hago? ¿Le saludo o no?». Cabe recordar que en aquel momento no se había presentado aún la querella contra él y su Ejecutivo. Finalmente, el consejo que recibió el mandamás merengue fue, simplemente, que lo saludara, pero sin efusiones ni largas charlas.

Lo cierto es que Carles Puigdemont no vio en directo el triunfo gerundense sobre el entonces dodecampeón de Europa porque, más o menos a esa hora, se citó con Rovira, Turull y Romeva para tomar café en el club golf que da nombre a la urbanización en Sant Julià de Ramis donde el expresident tiene domicilio.

MANTENER LAS APARIENCIAS / Ahí se dio forma definitivamente a la idea ya surgida el sábado en el Alto Ampurdán de mantener la calma y las apariencias el lunes, primer día laborable tras la aplicación del artículo 155. Tomando en cuenta que, 15 horas después, El Periódico de Catalunya reveló que Puigdemont se hallaba ya en Bruselas, cabe suponer que emprendió la huida, como quien dice, cuando Turull y Romeva doblaron la esquina. «Mañana, todos a los despachos», se juramentaron. El plan preveía que el expresident y los dos exconsellers entraran juntos a la Generalitat.

El Allium, en la barcelonesa calle del Call, es lugar de confesiones y conspiraciones sobre el Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat. El lunes, poco después de las 8.30 de la mañana, se hallaban ahí Turull y Romeva tomando fuerzas antes de entrar en la Generalitat. Algunos trabajadores se preparaban, incluso, para recibirles con aplausos. Fue entonces cuando a Turull le sonó el móvil. Un estrecho colaborador de Puigdemont le transmitió entonces un sucinto mensaje: «El president no irá a trabajar». Se supone que hubo rueda de llamadas y la de Josep Rull se demoró hasta el punto de que este ocupó ya su despacho. Horas después, el exconseller de Territorio, con la amargura de quien se ha visto traicionado, señaló a un colaborador: «He hecho el gilipollas». Junqueras, por su parte, dio cuenta de la situación al grupo parlamentario de Junts pel Sí y, por la tarde, pasó por la consejería de Economía. A saludar. Por la noche dio la cara en TV-3.

La marcha de Puigdemont se supo en el PDECat en plena ejecutiva. A la que debía acudir. Artur Mas, al conocer los hechos, soltó un exabrupto de esos que se reservan a los árbitros.

Difícil establecer qué criterio usó Puigdemont para llamar solo a unos. Con Junqueras y Romeva, sin embargo, había tenido desencuentros en los últimos días. Rull y Turull, el 26 de octubre, le presionaron para que no convocara elecciones por la escasa perspectiva electoral del PDECat, sobre todo si aparecía como un partido traidor por no declarar la independencia. Puigdemont hizo esas llamadas el domingo, desde Le Bolou. Citó a los consellers en la estación de Perpinán.

Los no elegidos debatieron ese lunes qué hacer. Nadie se apuntó al exilio. Sus colaboradores previeron que Turull y Romeva acudieran a la jornada castellera de Vilafranca del Penedès, prevista para el 1 de noviembre. Pero el martes cayó la querella del fiscal José Manuel Maza contra todo el ex-Govern. El miércoles, festivo, se empleó para reunirse con los abogados y, algunos, como Oriol Junqueras, para despedirse de la familia. Ya intuía que su marcha a Madrid no tenía billete de vuelta a corto plazo.