Resulta extremadamente fácil criticar al consejero Javier Rodríguez, el hombre que dice que «no hace falta un máster» para «quitarse o ponerse un traje», el que afirma de Teresa Romero que «tan mal no debía estar» si iba a la peluquería, el que, finalmente, ha culpado a la enfermera de haberse contagiado de ébola. Pero resulta que detrás de todo eso hay un talento. En ese mismo lugar, el de su cinismo, Rodríguez ha demostrado que se puede convertir una grave crisis sanitaria en un esperpento, casi una parodia. Y lo ha hecho en dos días.

No es un hombre elocuente, ni de verbo fácil; solo hay que ver sus declaraciones ante las cámaras para comprobar que no dispone de un gran vocabulario, que trastabilla al hablar, que le roba ríos de sudor hacer palabras de sus ideas. No está cómodo en la tribuna. Eso sí, en medio de tanta duda, cuando suelta lo que tiene que soltar, la gente se queda boquiabierta. Es lo que ha ocurrido esta semana. El contagio de la enfermera Romero y la crisis sanitaria derivada han sacado en pocos días no los dones de organización que exigían las circunstancias, sino una seguidilla de declaraciones que una y otra vez lo han conducido al paredón. La gente pide su dimisión. En su partido ya le dan la espalda. Y Rodríguez sigue trastabillando, tercamente aferrado a su improbable habilidad para enmendarse. Si la gente, hablando de lo que ocurre, se da el lujo de reír (por no llorar), no hay duda: la culpa es de Rodríguez.

Desde el punto de vista académico, el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid es un hombre formado: doctor en Medicina y Cirugía, médico especialista en Medicina Interna y médico especialista en Nefrología. Además, es catedrático de Patología General en la Universidad Complutense y vicedecano de la Facultad de Medicina. En resumen, un hombre con credenciales. A la luz de tanto título, el expediente disciplinario que le abrieron en 1990 era una simple mancha en su historial, el error que todo buen profesional ha de cometer en algún momento de su carrera; a esta nueva luz -la de sus extrañas declaraciones, la de su desafortunada gestión del ébola-, se está empezando a sacar a colación como la clase de información que ya sentaba un precedente: porque ya cuando era… Cuando era jefe de la Unidad de Hipertensión del Hospital Gregorio Marañón. Una noche, la del 22 de enero. En el servicio de urgencias. Estaba de guardia. El servicio colapsó y dos hombres murieron en el lugar. Uno de ellos esperó cinco horas para ser atendido. Rodríguez tenía 46 años.

Entonces ya había empezado su carrera política, lo que quizá explica que su primer reflejo ante la acusación fuera culpar a otro. Es el sino de los tiempos y del poder, la estrategia favorita de muchos: fue la enfermera, ha venido a decir ahora; la culpa es suya. Haber tenido una larga carrera en política, haber empezado hace 30 años como concejal de Las Rozas (PP), haber sido diputado regional, finalmente portavoz de Sanidad en la Asamblea de Madrid, nada de eso mejoró su verbo ni le quitó el hábito de desviar las culpas. Por suerte, a Rodríguez no le importa la política. «Si tengo que dimitir, dimitiría», dijo. «Yo llegué a la política comido y bien comido, no tengo ningún apego al cargo, soy médico y tengo la vida resuelta».

Veneno en el asiento

Con su aparición tardía y dos días de antológicas declaraciones, Rodríguez ha logrado por momentos desviar la atención del drama principal, el de la enfermera. El consejero ha acusado a la sanitaria de haber «mentido» y «ocultado información» sobre su salud, y, siempre refiriéndose a ella, ha ido agregando: «Ha tardado días en reconocer que pudo tener un fallo al quitarse el traje. Si lo hubiera dicho antes nos habríamos ahorrado mucho trabajo»; «ha tardado mucho en decir lo que había hecho, nos hubiera evitado un quebradero de cabeza»; y: «unos tienen mayor capacidad de aprendizaje que otros». Los insultos que le han llovido puede ufanarse de haberlos cosechado en un tiempo récord.

En su defensa hay que terminar diciendo que quizá el cargo está envenenado. El precursor de Rodríguez no fue otro que Javier Fernández Lasquetty, quien tuvo que dimitir cuando la justicia echó al suelo su proyecto de privatización de la sanidad madrileña; y el precursor de Lasquetty, Juan Jose Güemes, propició otro escándalo al ser beneficiado con contratos públicos una vez empleado en la sanidad privada. Lo lleva consigo, el asiento. Será uno de esos misterios.