Felipe de Borbón saluda al público congregado tras una cumbre internacional en Salamanca.

Apareció el pasado 2 de junio el rey Juan Carlos I en todas las televisiones, en todas las webs, en todas las radios, en las redes sociales, y pronunció ese discurso histórico que empezaba con la frase «Me acerco a todos vosotros esta mañana a través de este mensaje para transmitiros, con singular emoción, una importante decisión y las razones que me mueven a tomarla» y que contenía otra frase más, esta: «Hoy merece pasar a la primera línea una generación más joven decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual demanda». Era esta frase, al mismo tiempo, una explicación -la de su decisión de abdicar- y un diagnóstico, el de la España que hoy coronará a su hijo como Felipe VI, un país necesitado de cambios profundos, un país en ebullición por una combinación de tres grandes crisis -la económica, la política y la institucional- y que está anclado en la dicotomía del ellos (los políticos, los poderes económicos, el establishment) y el nosotros (los ciudadanos).

Es la España a la que llega Felipe VI un país deprimido y pesimista por la que probablemente es la peor crisis económica de su historia reciente («¿Es un ejemplo a seguir un país con seis millones de parados, 300.000 personas sin techo, un éxodo de 800.000 personas en busca de trabajo, más de cinco millones de personas que no pueden pagar el recibo de la luz, 1.552.000 hogares en pobreza extrema, 400.000 familias desahuciadas y una deuda pública que dentro de poco rebasará el 100% de nuestro PIB?», se preguntaba en una carta publicada en EL PERIÓDICO Matias Mau, minero, de Berga). Un país desconfiado (o directamente indignado, cabreado) y receloso de su sistema político, de sus partidos, de sus representantes y del mismo juego democrático tal como se diseñó en la transición y tal como se ha dejado decaer durante años de inmovilismo («Debería existir un partido que pusiera de manifiesto la falta de confianza que este país, en su mayoría, siente por los políticos», escribió Esther Peña, ingeniera química en paro de Cerdanyola).

Una España desafecta de sus instituciones enfermas de partidismo, que duda de sus posibilidades, que se desangra por el paro, que pierde talento y que se enfrenta a una larga lista de deberes que ya no pueden (o no deberían) seguir siendo escondidos bajo la alfombra: levantar su economía y adaptarla a la realidad del siglo XXI; regenerar el sistema democrático, Catalunya... Tan grande es la tarea que el Rey que por aclamación puso cara durante décadas a la democracia española dijo que abdicando la facilitaría. En el campo simbólico, se entiende, porque en España el Rey reina pero no gobierna. Son los partidos quienes lo hacen, justamente los que desde la calle son señalados con el dedo como responsables -perdón por el cliché, pero es la mejor forma de explicarlo- de esta crisis que es una estafa.

SIN EUFEMISMOS Encuesta del CIS de mayo del 2014: ¿Cuál es el principal problema que existe en España? Por orden: el paro, la corrupción, las cuestiones económicas y los políticos. «El ciudadano no está desencantado de la política, está desencantado de los políticos», sostenía en su carta Lorena de la Flor, informática, de Madrid. Repasar los centenares de cartas de ciudadanos publicadas en Entre Todos en los últimos meses es zambullirse en una conversación con la España real, esa en la que al plasma lo devoran las mareas, esa en la que los eufemismos están vedados, los ajustes son abuelos sin residencia, los ahorros estructurales se cuentan en meses en las listas de espera y cada rueda de prensa sin preguntas lleva a unas decenas de personas más a hablar de política en alguna plaza. Esa que en Catalunya, mayoritariamente, quiere decidir.

Una conversación en la que continuamente surgen palabras como personas (como elogio), políticos (como descalificativo), Catalunya, consulta, decidir, educación, sanidad, becas, bancos (como lamento), derechos, mileurismo, precariedad, ciudadanos, generación perdida y trabajo y todos sus sinónimos: empleo, ocupación, vivir con dignidad, futuro, carrera, construir una familia, cumplir sueños. Y, sí, desde ese discurso de Juan Carlos I el 2 de junio, también aparecen en la conversación república y, con más fuerza, referendo, en línea con las encuestas publicadas a partir de la abdicación: en algún momento a la mayoría de los españoles les gustaría ser preguntados sobre el modelo de Estado. «El estado de la nación es el que todos sabemos: salarios bajos, sin derechos laborales, recortes sociales, con un plus de prepotencia gubernamental, corrupción y un paro escalofriante. Eso sí, los bancos van bien, los políticos mantienen su salario, la Monarquía es intocable y la distancia entre las dos Españas sigue aumentando», escribió Manuel Pablo Blanch, técnico de mantenimiento de El Prat de Llobregat.

EN RED Es la España de Felipe VI una España más politizada de lo que era hace años. Probablemente este es uno de los efectos de la crisis: la política ocupa, y preocupa, mucho más, porque los efectos de la mala gestión política son evidentes para todos («A nosotros, los que necesitamos las becas para poder estudiar, nadie nos ha explicado nada de la crisis, no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, no nos hemos equivocado en nuestras inversiones -la mayoría no tenemos-, no hemos aceptado créditos que no podíamos devolver, no sabíamos hasta hace poco el significado de prevaricación, recalificación, corrupción o cajas b», escribió Desirée Amate, estudiante y encargada de una tienda, de Llinars del Vallès). Organizados en red en todos los aspectos de su vida, los jóvenes se sienten especialmente castigados por sus mayores, condenados a luchar por formarse para después tener que elegir entre ser «exiliados que con carreras universitarias, másteres y posgrados buscan oportunidades fuera de nuestras fronteras, o ni-ni que viven con sus padres por falta de recursos» (Sandra Parra, estudiante de Barcelona).

Y reaccionan abominando del bipartidismo, de los pactos de sus mayores, de esa Constitución que de un Rey a otro ha pasado de ser una garantía de democracia a símbolo del inmovilismo. A muchos los llaman antisistema, cuando en realidad la mayoría son, como dicen las pancartas en las manifestaciones indignadas, anti-este-sistema, les acusan de ser antipolíticos cuando son anti-esta-política. Es la España de Felipe VI una España de brechas: entre representantes y representados, entre generaciones, entre los que están dentro y los que están fuera porque se han caído o los han expulsado.

Y es también una España que tiene en común con la de su padre que se habla mucho de democracia, de lo que es en realidad, de cómo se practica, de en qué lugar exactamente reside su legitimidad. «Ya no vale con votar cada cuatro años. Queremos que nos escuchen. Tenemos ideas», escribió Òscar Berruezo, publicista de Ripollet, en un argumento que se ha convertido en comodín, en Madrid y en Barcelona, para pedir la independencia, para abominar de los recortes, para abrir un nuevo modelo de relaciones sociales, económicas y políticas. Las recetas difieren, los objetivos también, pero muchos, la mayoría, incluso Juan Carlos I, coinciden en eso de que «hoy merece pasar a la primera línea una generación más joven decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual demanda». Así está la España de Felipe VI: en ebullición.