La legislatura se ha acabado. Ya escribí hace unas semanas que estaba zombi. Ahora presenta rigor mortis. Cuando Pedro Sánchez haya asumido definitivamente que sus socios independentistas no respaldan los Presupuestos cuyo plan financiero ha sido objetado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea, entraremos en un periodo preelectoral que hará meta, probablemente, en el mes de marzo o mayo. A las defunciones les suelen preceder los estertores, y los de esta legislatura consistieron en las convulsas sesiones del Congreso de los pasados martes y miércoles. La causa del bochornoso cruce de descalificaciones entre los diputados fue, de nuevo, el «golpismo» en la Cataluña del 2017 y el «fascismo» de los que califican los hechos de septiembre y octubre del pasado año como una sofisticación de la entrada de Tejero en la Cámara baja el 23 de febrero de 1981.

Gabriel Rufián es el epítome de este tiempo político. En otras circunstancias históricas, un personaje de su perfil no hubiese sido posible, ni, seguramente, la propia ERC lo hubiera permitido. En otras circunstancias históricas, tampoco un político de la talla de Josep Borrell se hubiese visto en el trance de soportar «el serrín con estiércol» que arrojó el diputado republicano sobre su trayectoria. Cuando el discurso pedestre de un exaltado se ensaña con la veteranía y la excelencia de un político reconocido es que reptamos en el fango y estamos ya en tiempo de descuento. Esta situación hay que resetearla en los colegios electorales, porque el actual Congreso de los Diputados no recaba para sí la dignidad de su función representativa.

En un ejercicio de voluntarismo, Ana Pastor ordenó retirar del diario de sesiones (luego se ha desdicho) las descalificaciones de «golpista» y «fascista». El esfuerzo de la presidenta de la Cámara baja es tan bienintencionado como estéril y confundido. Hay que beber el cáliz de esta política tabernaria hasta las heces y no eludir la realidad de que la insurrección del independentismo catalán ha consagrado una polarización que se ha enquistado en la España institucional y política, pero también en la social.

Se ha producido, además, una impugnación intelectual de la equidistancia y la tercera vía a través de un ensayismo que, como en los textos de Juan Claudio de Ramón (Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, de editorial Deusto) y de Rafa Latorre (Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido, de editorial Planeta), dan sólida carta de naturaleza a una interpretación sin concesiones de la insurrección catalana entendiéndola como una traición a la democracia española, al borde mismo de las celebraciones de los 40 años de la Constitución.

Sánchez en la Moncloa fue una oportunidad, pero conllevaba un riesgo. Los independentistas han desaprovechado la ocasión que ellos mismos propiciaron y han convertido la gestión del secretario general del PSOE en un peligroso ejercicio de equilibrismo que poco o nada ha resuelto en Cataluña, como se acredita con la radicalización que este viernes radiografió el barómetro del CEO (más CUP y más secesionismo) y ha producido estropicios en el conjunto de España. La ruptura emocional y práctica entre el separatismo y la sociedad catalana que no lo profesa y el resto de la española no va a ser fácilmente reconducible.

Cuando Ignacio Cosidó -un político que se sitúa de continuo entre la idiocia y la temeridad- se ufanaba de controlar «por detrás» la sala de enjuiciamiento de los líderes de la asonada catalana, hacía saltar los resortes de dignidad de un magistrado entero como Manuel Marchena, pero, al tiempo, dinamitaba el único acuerdo de Estado entre el Gobierno y el PP. Y sin ni siquiera ese pacto, la legislatura se diluye en la espera de muchas iniciativas (la exhumación de Franco, la reforma constitucional, el SMI) y en la decepción de la imposibilidad de otras que se prometieron.

Los resultados del 2-D arrojarán alguna luz sobre las oscuridades de un futuro brumoso. Será importante observar si en Andalucía se produce el efecto Sánchez, sea en beneficio o en detrimento del PSOE, si el populismo de izquierdas prospera desagregado ya del núcleo duro complutense de Podemos y cuál es la relación de fuerzas entre el PP y Ciudadanos; este último partido, una consecuencia reactiva de la larga etapa del pujolismo que reclamaba primero paciencia para obtener luego la independencia. Un período de profunda deslealtad al Estado constitucional rentabilizando un bipartidismo insuficiente y que mercantilizó el apoyo de los nacionalismos vasco y catalán.

Los que con más fervor se llaman «golpistas» y «fascistas» en el Congreso de los Diputados expresan así el carácter irreductible del conflicto catalán. Y en medio, un Sánchez madrileño que ya no puede presentarse ante el electorado español con amabilidades a un Quim Torra cuyo vicariato está siendo destructivo, ni con unos republicanos que descontrolan un día sí y otro también sus posiciones supuestamente más pragmáticas que las de los exconvergentes, muchos de ellos abducidos por el perdedor de Waterloo que lleva camino de convertirse en el innombrable.

Será difícil que con la falla catalana en el sistema constitucional, el contagio en Euskadi de la dinámica unilateralista -¡qué abrazo el de Quim Torra con Arnaldo Otegi!-, la involución de la derecha en sintonía con otras europeas y los criterios erráticos y complacientes con las políticas de identidad de la izquierda, España no acabe sumándose a la regresión de muchos países europeos y de Estados Unidos. Si la extrema derecha saca la cabeza en Andalucía, o en otras próximas confrontaciones electorales, la criatura no hará más que crecer. Y lo harán también los problemas.