Varios cuentos de Hans Christian Andersen constituyen una magnífica guía de comportamiento social para adultos. El traje nuevo del emperador retrata al protagonista como un hombre obsesionado con su atuendo. Tanto que contrata a unos sastres estafadores que le piden oro y otras riquezas para confeccionarle un vestido tan ligero que ni sentirá que lo lleva, y que será invisible para los ignorantes. Por descontado, cuando el emperador se pone el inexistente vestido, nadie se atreve a decirle que va desnudo, en una mezcla de miedo y superstición. Solo un niño grita espontáneamente la verdad durante el desfile. En ese momento, el emperador, consciente del engaño, prosigue con el acto de exhibición pese a la evidencia del ridículo.

La justicia, como todas las instituciones, se mueve públicamente con una cierta mística, tanto más exagerada cuanto más insustancial es su fondo. Esa mística es tan necesaria como el atrezo para los actores. Sin ella, nadie cree lo que ve. Es como si necesitáramos olvidar, absurdamente, que detrás de cualquier obra humana hay simplemente personas, con los mismos defectos que nosotros mismos. Mucho ganaría la democracia si prescindiéramos de los atrezos en beneficio de un mejor conocimiento ciudadano de las instituciones y su funcionamiento. Con la justicia, esa mística es muy delicada. El juez tiene la última palabra sobre nuestros conflictos, a fin de resolverlos. Por ello existen la independencia y la imparcialidad, y para conseguirlas no son suficientes togas, medallas y puñetas bordadas que, por cierto, pertenecen a tiempos muy pretéritos por fortuna superados. Necesitamos que en sus decisiones no podamos intuir la influencia de nadie, y ni siquiera de sus propios prejuicios o querencias.

Cuando se olvida lo anterior, la justicia va desnuda, por gruesas y preciosistas que sean las togas que la vistan. Muchos lo murmuran, pero hasta que no sucede algo inaceptable que hace exclamarse al más inocente y gritar la realidad, parece como si nada sucediera. El emperador sigue su desfile adelante, desnudo, mientras alguien recomienda a la muchedumbre que siga circulando. Es decir, que se calle y se vaya de allí. La justicia española está bien surtida de magníficos jueces que respetan los derechos humanos, se crea o no. Los datos a este respecto son bien claros y conviene no falsearlos con finalidades políticas, arrimando el ascua a la propia sardina haciendo del caso excepcional la regla general, porque eso es una falacia.

Tres problemas / Sucede que dicha justicia tiene tres problemas. El primero, el nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, extraordinariamente influido por la política y esta, a su vez, por los poderes fácticos, sobre todo por los poderes económicos. Esos vocales designan con más o menos trabas a los jueces de los altos tribunales, lo que origina el riesgo cierto de que esa falta de independencia de origen de los vocales se traslade a esos jueces. A partir de ahí, hablar de independencia se hace realmente arduo. El caso de las hipotecas, con independencia del fondo del asunto, ha disparado las alarmas ciudadanas.

El segundo problema es de orden ideológico. Es un hecho constatable que una parte relevante de las pocas condenas que España ha recibido del Tribunal Europeo de Derechos Humanos han tenido que ver con el independentismo vasco, y alguna vez con el catalán. Han sido casos sonados algunos de ellos, como el de Inés del Río, que puso en libertad a varias decenas de presos de ETA, y también el caso Atutxa, el caso Castells, el caso Otegi y la primera condena a España por tratos degradantes este mismo año. En cuanto al independentismo catalán, se pueden recordar las sentencias del antiguo caso Bultó, y la de las detenciones de independentistas antes de los Juegos Olímpicos de 1992, y la más reciente por la quema de fotos del Rey. Todos esos casos tienen sus matices y no puede decirse, que cada vez que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condena a España sea por temas relacionados con el independentismo. Pero la repetición de condenas relacionadas con ese asunto no debería pasarse por alto y habría que estudiar con serenidad sus causas. Sea como fuere, la ideología política de un juez no debe trascender a las decisiones judiciales, y hay que hacer todo lo posible para desterrar cualquier atisbo de sospecha en este tema.

El tercer problema es la formación judicial. El sistema de oposiciones es muy defectuoso, anticuado y predominantemente memorístico. El problema es común a otras oposiciones que se celebran en España y que poseen un sistema similar de examen para el acceso a plazas funcionariales de alta categoría. El resultado es que no siempre llegan los que acabarían siendo más competentes en su puesto. Lo doloroso de la situación es que no son una mayoría los jueces con un sesgo tan conservador que les condicione en sus sentencias. En realidad son muy pocos, pero hacen un ruido tremendo. Hay que poner solución a las sospechas. Es tiempo de reformas, a fin de que la luz pública refleje debidamente la excelencia y pulcritud de la enorme mayoría del colectivo judicial.