La pérdida del poder raja las tripas de los partidos como si fueran de hojalata. Llevábamos una hora de congreso y sobre ese escenario pop a lo Waku-waku ya se había materializado que este Partido Popular que iba para gobernar y se quedó en oposición es como el misterio de la Santísima Trinidad: tres discursos distintos y un solo líder verdadero. Mariano. A quien todos tutean con una familiaridad inquietante para el aludido.

Ni el frenético debut de Michavila como speaker , ni el desafío al mal fario, colocando de director de escena al mismísimo Cuco de Mesa, el gafe del Prestige , ni las prisas de Gallardón para hacerse la foto con Rajoy --"menudo empujón me ha dado", se quejaba un sufrido voluntario--, ni el suspense generado en torno a una delegación gallega sin noticias de Orense sirvieron para disimular que esas tres almas cohabitan cada día peor. Que Rajoy sabe a dónde debe ir, está claro.

Aguirre, de rojo furia

Que lo sepa su partido, es otro cantar. El primer discurso de la Trinidad dialéctica popular se ciñe con fe ciega al pasado y al mismo argumentario que les condujo a la derrota. Lo encarnó como nadie, envuelta en rojo furia, una enérgica Esperanza Aguirre. Terapia de grupo para un mundo cruel con los populares. Los socialistas son malos, sectarios y erráticos y ni soñaban ganar. Los populares somos de centro, reformistas y liberales y no nos merecíamos perder.

"Tengan cuidado ahí afuera", aconsejó admonitoria como el sargento de Hill Street Blues a unos compromisarios más atentos a quitarse de encima las banderitas que los voluntarios les endilgaban.

Al aviso se sumaron Mayor Oreja, anunciando por enésima vez el fin de España por la enésima ofensiva nacionalista y un Zaplana tan sobrado que se encaró al mundo para advertirnos que si les dejamos solos, mejor para ellos y peor para nosotros. Acebes es caso aparte. Parece condenado a hablar el resto de su vida como si compareciese 10 horas más ante la comisión del 11-M.

El segundo discurso trinitario lo personificó un Gallardón tenso ante un auditorio donde sabe que la mitad le odia y la otra mitad no se fía. Con él llegó la autocrítica. "Lo hicimos demasiado bien y lo contamos demasiado mal", afirmó contundente. Los populares son honrados, pero antipáticos, era la hipótesis. Gobernamos bien, pero caemos mal y por eso perdemos, era la conclusión. Mientras hablaba, Rajoy jugaba con sus papeles como si fueran los muchos nombres que serán llamados y los pocos elegidos: lo del talante ya me lo sé, Alberto, parecía decir, cuéntame algo que no sepa.

El tercer discurso popular no se hizo en carne mortal. Más bien se anunció al estilo de la Biblia, pero valiéndose de las nuevas tecnologías. Como el arcángel san Gabriel, Rodrigo Rato bajó desde los altares del FMI para decirle a Rajoy que estuviera tranquilo, porque él y todos le guardaban las espaldas. "Lo mejor está por llegar", concluyó enigmático, o quizás irónico, mientras su imagen en lata arrancaba tantos aplausos como la carne viva y cercana de Gallardón.

En espera de la renovación

El congreso ya tiene chiste: se lo gastan a los delegados valencianos a cuento del color naranjito del logo. El congreso ya tiene su imagen para la historia: Aznar luciendo ese bronceado que le humaniza y sin corbata, sin móvil y sin prisas, como se dice que van por la vida quienes mandan de verdad y continúan siendo los únicos que ponen al respetable en pie sin que nadie se lo pida. Este congreso ya tiene un ganador: Mariano Rajoy. Renovación de momento no hay, pero se la espera. Si se las apaña para ejecutar un trabajo sólo apto para un gallego: caminar hacia delante, mirando hacia atrás, sin esnafrarse y esquivando las zancadillas de sus queridísimos compañeros. Entre abrazo y abrazo, por supuesto.