Se sienten observados. Les miran mal. A muchos, incluso, les insultan. Algunos han sustituido sus mochilas por bolsas de plástico para meter la comida. Otros, bajan la cabeza cada vez que alguien les taladra con los ojos. Ellos no pueden hacer nada para evitarlo. Saben que es el injusto precio que tienen que pagar por haber nacido en el mismo país que los autores de la mayor matanza terrorista de Europa. Para ellos, los marroquís que viven en Madrid, el 11-M también ha supuesto un antes y un después.

Suman poco más de 56.000. Los marroquís no son el colectivo más numeroso en la capital de España, sino el tercero. Antes van los ecuatorianos y los colombianos. ¿Dónde están? ¿Qué sienten? ¿Cómo les ha cambiado la vida después de los atentados del 11 de marzo? Vayamos por partes.

La primera pregunta es la más sencilla. Madrid tiene dos centros neurálgicos magrebís. Uno es el barrio de Lavapiés. El otro son los pueblos de la sierra de Guadarrama, al norte de la comunidad. Allí las casas son menos caras y, además, las construcciones de chalets y apartamentos son masivas. O sea, hay trabajo.

El suplicio del metro

Los marroquís ni viven, ni se expresan, ni sienten igual en un sitio que en otro. En Lavapiés es difícil encontrar alguien que quiera hablar. Tienen pavor. No quieren salir en la prensa. Sin embargo, Moralzarzal, un municipio serrano de 9.000 habitantes, no deja de ser un pueblo donde el trato es infinitamente más familiar. También tienen miedo, pero menos. Además, no hay metro. Así se ahorran el suplicio de sentirse en el punto de mira de todos los viajeros que los miran como diciendo: "¿No llevarás una bomba, verdad?

En Lavapiés, Dris es uno de los pocos marroquís que accede a hablar con la prensa. Tiene 40 años y lleva cuatro en España. Trabaja como camarero en un restaurante donde se puede comer un delicioso cuscús por seis euros. Dris habla en nombre de todos sus compatriotas para dejar claro que el islam no tiene nada que ver con el terror. "Entiendo a los españoles, pero nuestra religión es pacífica. Los musulmanes que emigramos somos trabajadores, no terroristas. Nosotros también íbamos en ese tren. También tenemos miedo a que nos pase algo", reconoce.

Hace algo más de 15 años, Lavapiés rozaba la miseria. Los madrileños vivían de espaldas al barrio, uno de los más antiguos de la capital. Ahora, sin llegar a ser tan cool como Chueca o La Latina, es una zona que aprueba con nota cualquier examen. La inmigración, evidentemente, ha puesto su grano de arena.

Los magrebís suelen reunirse los fines de semana en la plaza de Lavapiés, al lado de la boca de metro. Allí, charlan un rato antes de subir a casa a comer. Sin embargo, desde que se supo que la mayoría de los responsables del 11-M son de nacionalidad marroquí, es difícil encontrarlos en la plaza. Todos saben que, tras los atentados, alguien pintó frases xenófobas en el barrio. Las limpiaron rápido, pero el fantasma de El Ejido pesa demasiado.

Rashid, que tiene 33 años y emigró hace tres a España desde Tetuán, teme que el proceso de integración se vaya al garete. "Ya no se trata de que nos miren diferente, sino que nosotros hacemos lo mismo: desconfiamos de los que sospechan de nosotros", dice.

El panorama está caliente. Tanto, que los marroquís que viven en la sierra prefieren no bajar a Madrid. Yousef Alaoui es uno de ellos. Lleva cuatro años viviendo en Moralzarzal, un municipio con alcalde del PP. De momento, no ha tenido problemas ni con su casero, ni con la señora que vende el pan, ni con la dueña de la frutería, ni en el bar...

La cabeza, baja

Yousef tiene 27 años y se dedica a la construcción. Su sueldo es de 900 euros, toda una joya en comparación con los 200 que podía ganar en Tánger. El, que trabaja en la sierra de Guadarrama, no quiere ni acercarse por Madrid. "Tengo varios amigos que viven allí y les han insultado en mitad de la calle. A mí, de momento, no. He notado alguna mirada, pero bajo la cabeza y me voy. Nunca me han llamado hijo de puta, pero si alguien lo hace, lo entenderé", afirma.

Yousef tampoco quiere acercarse a las mezquitas. Teme a los radicales. Sabe que hay muchos. "Ellos hablan un idioma que no entiendo y sólo piensan en rezar. Yo prefiero orar en casa y más ahora que el terrorismo se ha convertido en la enfermedad del siglo XXI", comenta. A Yousef no le gustaría ser pesimista, pero lo es: "No hay medicina para curar esta epidemia".