El Estatuto orgánico del ministerio fiscal permite al Gobierno instruir a la fiscala general del Estado a través del Ministerio de Justicia o de la propia Presidencia y autoriza a María Jose Segarra a recabar para sí el conocimiento, y en su caso modificación, del escrito de conclusiones provisionales que presentará la fiscalía tras el auto de apertura del juicio oral en la causa especial 20907/2017. En teoría, pues, estaría en la mano del Ejecutivo y de la responsable última del ministerio público evitar que la fiscalía acusase por rebelión a los dirigentes del proceso soberanista.

En la historia de la democracia española ha habido gobiernos que han utilizado esa facultad exorbitante con notable torpeza y tosquedad, y también con daño para el crédito de la fiscalía, que es un órgano de relevancia constitucional, con autonomía funcional y que ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción en todo caso a los de legalidad e imparcialidad. En hipótesis, la eventual instrucción a la fiscalía o el cambio autónomo de su línea de acusación precisaría de un contexto y de unas actitudes que hiciesen comprensibles tales decisiones. Y ese nuevo contexto y esas nuevas actitudes, que se han intentado desde la Moncloa desde la llegada al poder de Pedro Sánchez, no se han favorecido, al contrario, desde la Generalitat.

Hacer uso en las actuales circunstancias de sus facultades excepcionales por el Ejecutivo para alterar el curso del proceso penal propiciaría una grave crisis con la fiscalía y arruinaría el crédito de la administración de la justicia. Y el Ejecutivo de Pedro Sánchez no lo va a hacer. Ni parece previsible que la fiscala general del Estado, motu proprio, ordene a los cuatro fiscales de Sala que llevan el caso -Consuelo Madrigal, Javier Zaragoza, Jaime Moreno y Félix Cadena- cambiar la tipificación de las infracciones penales que van a imputar a los 25 procesados ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo. A día de hoy, las conclusiones provisionales que se presentarán atribuirán el delito de rebelión a los nueve presos preventivos -los exmiembros del Govern, los Jordis y la expresidenta del Parlament, Carme Forcadell- sin perjuicio de que al final de la vista oral la fiscalía modifique su criterio.

La autonomía del fiscal no puede ser moneda de cambio ni para aprobar unos Presupuestos ni, mucho menos, para evitar que la acción penal se ejerza en plenitud por los funcionarios competentes sobre unos hechos que han configurado la peor crisis constitucional de la España democrática, crisis que no ha cesado y que se sigue alimentando desde el independentismo. Más vale, por lo tanto, que los secesionistas asuman que el desafío que tiene ante sí el Estado, al que han subestimado, consiste en demostrar su capacidad de respuesta frente a una agresión que persiste con gestos y palabras inasumibles.

Como en todas las revoluciones fracasadas -y la de «las sonrisas» lo es-, las consecuencias más onerosas son las de aquellos que tienen que asumir las responsabilidades sancionables de sus actos de decisión y liderazgo. Es lógico que se trate eludir o de paliar la culpabilidad penal que recaerá sobre los encausados. Se intenta la impunidad. En Cataluña se está pretendiendo conseguirla con procedimientos verbales y gestuales incomprensibles. Con manifestaciones y comportamientos que responden a la profunda frustración que el fracaso del proceso soberanista ha dejado en sus impulsores, políticos e intelectuales, y que expresan también la terquedad de perseverar en el error prolongando una larga y estéril pelea contra el Estado en la que adquiere protagonismo el ataque a la imparcialidad e independencia de fiscales y magistrados que soportan estas vejaciones con contenida indignación.

El último recurso de la revolución catalana contemporánea es la optimización de la emotividad a propósito de los presos preventivos y de las ulteriores posibles condenas judiciales. El pronunciamiento rupturista y unilateral como tal ha pasado a un segundo plano; en la práctica, se ha abandonado, porque lo prioritario ahora es rescatar a los dirigentes de las consecuencias de los hechos de septiembre y octubre del 2017. No va a ser posible. Descartado el «escarmiento» penal y cualquier tipo de «humillación» -conceptos muy frecuentes para la victimización-, las fases para una solución de la crisis van a ser muy largas.

La cuestión es si los independentistas, en vez de seguir cavando para hacer más profundo el hoyo, se deciden a cambiar de estrategia, dejan las provocaciones y crean en Cataluña las condiciones para que su actitud no siga siendo percibida por el poder judicial, el ejecutivo y la ciudadanía como peligrosa para la integridad del Estado y la estabilidad social y política del conjunto de España.

El nuevo Gobierno ha rectificado sobre las políticas del anterior hasta un punto tal que permitió, con mayor o menor comodidad, la esperpéntica entrevista de Pablo Iglesias con Oriol Junqueras que mucho más que ayudar a Sánchez le precariza políticamente y deja al PSC desairado ¿Por qué el independentismo se ha encastillado? Toda su estrategia -desde las fugas de la justicia a la acción hostil de Waterloo, pasando por el ataque constante a la Monarquía parlamentaria, así como la reiterada afirmación de que los responsables del proceso volverían a repetir sus fracasados hitos-, restan margen social, político y jurídico a unas mejores expectativas en todos los órdenes.

Es esta una actitud cada vez más desafiante a la que el Estado no puede perder la cara, por más que el secretario general de Podemos esté empeñado en zarandear los fundamentos constitucionales con procedimientos distintos a los independentistas pero con un objetivo coyunturalmente igual: impulsar un proceso constituyente.