Ondeaban las banderas de la UE en Bruselas cuando Pedro Sánchez bajó del coche oficial, desplegó su sonrisa y se quitó los airpods para atender a la prensa internacional, en una escena cuasi irreal de triunfalismo, que parecía suceder a cámara lenta, como si fuese Jed Bartlet en El Ala Oeste de la Casa Blanca. Fue el miércoles, tras haber cenado con Emmanuel Macron, tras haber almorzado con Angela Merkel, recién investido como líder de la socialdemocracia europea.

Hoy se cumple un año de su llegada al Gobierno al ganar la primera moción de censura de la democracia con un golpe maestro de estrategia parlamentaria en la que logró la complicidad de Unidas Podemos, PNV, Compromís, Nueva Canarias, ERC y PDECat en tiempo récord. Desde entonces, el país ha vivido en un mientras tanto del que ahora sale hacia un nuevo ciclo político en el que Sánchez quiere mayor gloria: hacer del PSOE una falange macedonia compacta en torno a su liderazgo y cimentarlo como fuerza mayoritaria inapelable, como baluarte de estabilidad en tiempos de incertidumbre, ahora que los morados han dejado de ser una amenaza y que el PP trata de adivinar su futuro en el tarot.

En su contra tiene el pandemónium catalán, un previsible frenazo económico y unas siglas sin cantera, un partido envejecido al que los jóvenes votan como mal menor frente a la ultraderecha, pero con el que no sienten vínculo identitario alguno. Los éxitos y los fracasos de Sánchez en la legislatura que asoma dependerán, en buena medida, de cuánta fortaleza consiga en la negociación múltiple de reparto de poder territorial abierta tras el 26-M y que preconfigurará los apoyos a una investidura sobre la que planean muchas dudas.

¿Se conformará con un gobierno débil de 122 diputados? ¿Se expondría una repetición electoral para ampliar la fuerza del PSOE aun a riesgo de enfrentarse a nuevos liderazgos? No hay decisiones tomadas pero sí varias hojas de ruta, todas estudiadas al milímetro. Será la segunda parte de una jugada precipitada por una sentencia del caso Gürtel que daba por probado que el PP se había financiado ilegalmente. Ha pasado un año desde que la todopoderosa Soraya Sáenz de Santamaría colocara su bolso en el escaño del entonces presidente, Mariano Rajoy, mientras él estaba en un restaurante decidiendo si dimitir o no para intentar evitar que Sánchez llegara a la Moncloa.

El exjefe del Ejecutivo ve ahora la actualidad desde su plaza de registrador en el paseo de la Castellana de Madrid, mientras la mayoría de sus colaboradores han sido apartados.

La corrupción, el común denominador que facilitó los apoyos a Sánchez, sigue pesando en las siglas del PP, tal como se quejó Casado después de las elecciones generales, cuando perdió 71 escaños. Él achaca la debacle a los escándalos de la última década y no a la derechización del partido que señalan los barones críticos. La pérdida de peso de este nuevo PP ha propiciado una corriente interna inaudita, protagonizada por los barones Alberto Núñez Feijóo (Galicia), Juanma Moreno (Andalucía) y Alfonso Alonso (País Vasco). El futuro de Casado depende de si logra amarrar gobiernos clave, como Madrid, Castilla y León, Murcia y Aragón, para que esa ala crítica se mantenga en un perfil discreto.

El futuro de Pablo Iglesias está al albur de cómo fructifiquen las alianzas. Sánchez tratará a toda costa de evitar un Gobierno de coalición y, convencido de que una repetición electoral dejaría a Podemos en mínimos, ve la amenaza del jefe morado de negarle la investidura casi como una sonrisa del destino.

En este año, Albert Rivera ha pasado de acariciar la presidencia a digerir el triunfo de Sánchez y ahora debe elegir: apoyar al PP que aspira a adelantar regalándole la capital y la Comunidad de Madrid o acercarse al PSOE para obtener la vara de mando de Manuela Carmena a cambio de hacer presidente regional al socialista Ángel Gabilondo. Hace unos meses dijo Rivera que los puentes con el PSOE estaban rotos. «Los puentes en política no se rompen nunca», sonríen en la Moncloa.