La Sala Tercera del Supremo, o de lo Contencioso-Administrativo, es la más numerosa de las cinco del alto tribunal (34 magistrados) y también en la que los togados que a ella acceden disponen de una especial cualificación contrastada en una oposición adicional a la propia de la judicatura. Son «especialistas», frente los «generalistas» que desempeñan su función en el área penal y civil. De ahí que se consideren magistrados de West Point en evocación a los militares norteamericanos que se forman en esa añosa y legendaria academia estadounidense que se remonta a principios del siglo XIX. Conforman, en definitiva, una suerte de aristocracia de la judicatura.

La Sala Tercera ha suministrado varios presidentes del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial -es el caso del actual- y es de la que saldrá, seguramente, el magistrado -más probable será magistrada- sucesor o sucesora de Carlos Lesmes, cuyo mandato no debería prolongarse ni un día más de su vencimiento, el 4 de diciembre. Como se ha repetido por activa y por pasiva, él y el presidente de la sala, Luis Díez-Picazo, son responsables de una pésima gestión de la sentencia de las hipotecas porque ambos justificaron en razones económicas (no legales o jurisdiccionales) la revisión de la resolución de 16 de octubre que liberaba al prestatario de pagar el impuesto de actos jurídicos documentados en la formalización de las hipotecas, endosándole la obligación a la entidad financiera correspondiente.

Ya se ha dicho que este giro jurisprudencial debió debatirse en pleno y no en una sección integrada por seis magistrados, y que tal debate debió hacerse en el momento procesal oportuno y no a posteriori como se produjo en las penosas sesiones plenarias de la Sala Tercera del martes y el miércoles pasado.

Imparcialidad alterada

El lamento de la carrera judicial y fiscal en general por el espectáculo de ajuste de cuentas entre los magistrados de lo contencioso-administrativo del Supremo -porque subterráneamente eso era también lo que se ventilaba en el plenario- obliga a reiterar la tesis de que cuando el vuelo de las togas se mancha con el polvo del camino, como deseaba para los fiscales Cándido Conde-Pumpido en el 2006 (es decir, se atiende a razones extrañas a la impartición de la justicia), se altera la imparcialidad en la recta interpretación de las normas con una negativa dependencia de los contextos sociales y económicos.

Al margen de la solución -un tanto oportunista pero políticamente hábil- que el Gobierno ha dado a la situación (un decreto ley por el que la banca se hará cargo desde el lunes del impuesto de actos jurídicos documentados, aunque no podrá deducírselo, lo que adelanta un nuevo lío político y judicial), este episodio, unido a otros recientes, plantea una cuestión de esencial importancia: la erosión de la confianza en la administración de justicia en España cuando, además, estamos al borde del inicio de un juicio oral -el del proceso soberanista- de importancia capital para el Estado en su conjunto.

Una vista oral como fase última de un procedimiento penal que dispone, además, de una gran repercusión internacional y que ha suscitado un vivo debate tanto jurídico como político. El siniestro gravísimo del West Point judicial -es decir, de la sala que especializadamente se pronuncia sobre asuntos que cuestionan las decisiones de las administraciones públicas y del Gobierno como tal- no tendría que contagiar la credibilidad de otras -como, por ejemplo, la Sala Segunda-, pero es inevitable que así suceda, sobre todo si quienes debieran establecer cortafuegos ejercen de pirómanos.

Una cosa es la introspección autocrítica que debe realizar la Sala Tercera del Supremo y sus responsables y otra muy diferente es instrumentalizar este episodio para declarar en ruina el Estado de derecho y fallido su sistema de garantías jurisdiccionales. Como casi siempre, Podemos juega el doble papel de partido convencional en el Congreso y antisistema en la calle. Su convocatoria de movilización ante la sede del tribunal secunda el oportunismo de Quim Torra en el pleno del Parlament del pasado miércoles.

El dirigente independentista no solo denostó de Pedro Sánchez, sino que aprovechó la ocasión para seguir denigrando al Estado. Bien es cierto que el presidente de la Generalitat no necesita excusas para ese tipo de soflamas, pero a la postre demuestra que se comporta con el oportunismo del débil, en tanto los poderes del Estado comente los errores propios del poderoso.

No hay soluciones fáciles a problemas complejos, pero se antoja que para brincar sobre el pésimo espectáculo de la Sala Tercera del Supremo y lograr que el juicio del proceso soberanista (que podría comenzar en enero) se desarrolle en un contexto judicial distinto resultaría imprescindible que se produjera la más rápida renovación del Consejo General del Poder Judicial y la designación por este organismo de su nuevo presidente o presidenta que lo es también del Tribunal Supremo.

Y que esos nombramientos recayesen sobre personalidades con trayectorias respetables y respetadas, sin sombra de duda, profesionales del derecho que reseteen estos últimos meses presididos por Lesmes y que garanticen una política judicial impecable bajo la que se lleve a cabo el enjuiciamiento de los políticos y líderes sociales catalanes procesados por los hechos que la fiscalía y la Abogacía del Estado les imputan. Este nuevo CGPJ debería, además, reivindicar con datos objetivos cómo la justicia española está por debajo de la media en revocaciones de sus sentencia en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que ha atizado varapalos superiores, en cantidad y calidad, a países como Francia, Alemania, Bélgica y el Reino Unido.