El pabellón número 6 del parque ferial de Madrid, donde estuvieron tendidos 198 cadáveres todo el 11-M, se convirtió ayer en una especie de museo de los objetos personales que cada viajero, muerto o superviviente, llevaba en el momento de las explosiones. Las cosas que cada víctima llevaba encima aquella mañana, al salir de casa, estaban colocadas en el Ifema a lo largo de ocho filas de unos 50 metros cada una, como si de los vagones de los fatídicos trenes se tratase: bolsos, carteras, monederos, pulseras, teléfonos móviles, guantes, agendas, dinero suelto, anillos, relojes, bufandas, libros, cepillos de dientes, peines, apuntes para repasar un examen. De todo.

"Todavía nos retumba en los oídos la macabra sinfonía de los móviles dentro de las bolsas. Algunos han seguido sonando hasta esta madrugada", dice Pedro Sánchez, vigilante de Securitas que custodia la entrada al recinto, al que sólo pueden acceder quienes acrediten ser afectados directos.

Pedro, que ha perdido a tres conocidos en el atentado, asegura que han sido pocas las personas que se han acercado a las dependencias, a pesar de las facilidades y del transporte gratuito puesto a disposición de los interesados. "Algunos pueden pensar que llevarse los objetos sólo les puede servir para revivir el horror, y quieren olvidar cuanto antes", opina Mercedes Hernando, azafata del recinto ferial donde el plazo de recogida ha sido ampliado hasta mañana.

Lentitud

Los trámites llegan a durar hasta cuatro horas, explica Manuel, de Alcalá de Henares, que ayer acudió a recoger las pertenencias de su cuñado, enterrado el sábado. "Se ha empeñado mi mujer. Ha sido todo muy lento, a pesar de que entre sus cosas figuraba un carnet", declara, molesto, mientras trata de poner en marcha el móvil que el difunto, según cuenta, llevaba apagado cuando sobrevino la tragedia.

Durante estos días, los familiares (máximo tres por difunto) han sido recibidos a su llegada por un psicólogo, que les prepara para lo que van a ver cuando les llegue el turno: una especie de mercadillo en el que se amontonan, en menos de un metro cuadrado, los objetos que cargaba cada muerto. Sobre el montón, un folio con el nombre y los apellidos de la víctima que los voluntarios de Cruz Roja han escrito a mano.

Algunos objetos fueron desperdigados por las explosiones y ha sido imposible relacionarlos con nadie. Los encargados ponen a prueba a los demandantes para evitar posibles picarescas. Hay dos relojes Rolex de oro que nadie ha reclamado.

"Te obligan a identificarte, firmar un recibo y te toman los datos para que estés localizable", explica María José Rubio, estudiante de Vicálvaro que se dirigía a clase la mañana de los ataques. Ha venido en busca de un portátil en el que tenía parte de su tesis. "Yo tuve mucha suerte. Mi amiga Cecilia, que estudiaba ingeniería, no", agrega con lágrimas en los ojos.