La suerte de Ranillas está echada. Las tierras del meandro del Ebro pasarán en breve a ser terreno urbano. Ese día, los campos de cultivo, lo mejor de la huerta de Zaragoza, serán cruzados por rápidas vías de comunicación y cederán el paso a una flamante zona de servicios, al nuevo pulmón verde de la capital aragonesa.

Los últimos habitantes de Ranillas son agricultores, ganaderos y dueños de huertos familiares que ya han sido indemnizados y que ahora están pendientes de que el Ayuntamiento de Zaragoza les comunique que ha llegado el momento de que abandonen el lugar definitivamente.

Pero mientras llega ese día, todos ellos siguen yendo a Ranillas. Unos a plantar verduras y hortalizas, otros a apacentar el ganado, algunos a disfrutar de sus modestos chalets junto a los tamarices.

"Nadie nos ha dicho todavía nada, por lo que seguiremos cultivando nuestra parcela hasta el último día", aseguran los hermanos Fernando y Santiago Izquierdo, expropietarios de la torre del Fondista y los huertos primorosamente cultivados que la rodean. "El trato es que, mientras no lleguen las excavadoras a Ranillas, podemos seguir trabajando la tierra, plantando y cosechando", afirma Fernando, de 70 años. En Ranillas parece que se pudieran tocar las torres de la basílica del Pilar. Y se oye nítidamente el ulular de las sirenas de las ambulancias y vehículos policiales que pasan a toda velocidad al otro lado del río, en la margen derecha del Ebro.

Pese a la cercanía de la ciudad y del barrio del Actur, este enclave agrícola de 140 hectáreas totalmente llanas ha preservado milagrosamente sus valores naturales.

"Es la mejor tierra de la ribera para las hortalizas", asegura Fernando Izquierdo mientras retira la maleza que asfixia una alcachofera. Salvo algún raro fruto otoñal, la planta no dará alcachofas hasta marzo, una fecha que parece demasiado lejana, teniendo en cuenta que Ranillas está a punto de transformarse en una zona de expansión urbanística.

"Nunca se sabe", dice Santiago encogiéndose de hombros. "A lo mejor nos da tiempo a coger otra cosecha". Es posible, pero la hectárea y media que poseen él y su hermano está condenada. Desaparecerá bajo el Tercer Cinturón, ya que se encuentra a un paso de los futuros accesos al puente del Tercer Milenio.

Los Izquierdo se aferran al terruño. Sin embargo, Santiago Bosque, propietario del Club de Campo Hípico Ranillas, hace ya un tiempo, en torno a un mes, que trasladó sus 40 caballos a otro sitio con la intención de abrir un nuevo picadero.

El ganadero Joaquín Gargallo también espera que alguien dé la orden de salida para marcharse con sus 200 ovejas, de las razas rasa aragonesa y roya bilbilitana, que dan el afamado ternasco de Aragón. Gargallo, de 62 años, tiene arrendado el solar de su paridera, pero para él Ranillas es su patria chica. "Recorro todo el meandro con el rebaño en busca de rastrojos para pastar", dice.

El año pasado, viendo que la Expo cobraba los perfiles de una realidad inminente, el ganadero vendió 300 ovejas. Pese a ello, y mientras espera que le llegue la jubilación, le gustaría seguir viviendo de la ganadería, por lo que pide a la DGA que le facilite una nave para guardar sus animales.

Escondidas entre los cañizares del meandro existen dos modestas urbanizaciones de chalets a las que se llega siguiendo caminos sin asfaltar, entre surcos donde crecen lechugas y borrajas. Pedro, un prejubilado, cultiva cardos, acelgas y coles en pequeñas parcelas que aseguran una producción suficiente para su familia. Pedro ha cobrado por ceder su propiedad ante el empuje del progreso. Con todo, sabe, como la mayor parte de los vecinos del meandro, que lamentará el día en que tenga que marcharse. "Esto es el campo a las puertas de la ciudad", sentencia. Y lanza una mirada enamorada a las casas de campo, a las huertas y a los árboles que ocultan el Ebro y Zaragoza.