Cuántas veces escuchamos a los niños esa famosa coletilla que dice ¡de mayor quiero ser…! Una ardua decisión a tan corta edad. Su origen reside en la ilusión generada por los ídolos de la infancia que aparecen por la pequeña pantalla. Muchos dan patadas al balón con la esperanza de, algún día, convertirse en el nuevo Leo Messi, o encestan triples en el recreo para parecerse a Stephen Curry. El camino de Irene Burillo estaba escrito por otros derroteros. Ella heredó la pasión de su abuelo por el tenis. Su familia la apuntó junto a su hermano a dar clases en el club Meridiano Cero, de Caspe, cuando era una niña. Ahí empezó todo. Después de duros años de entrenamientos, viajes y competiciones, Irene ha conseguido entrar en el top 300 del ránking WTA con las mejores tenistas del mundo. «Cuando empecé a competir, con 10 años, le dije a mi entrenador que un día me encantaría estar entre las mejores del mundo. Él enseguida me puso los pies en el suelo, diciéndome que era muy difícil nada más empezar la carrera», recuerda con cariño la joven caspolina. «En ese momento era una niña, no pensaba en la dificultad que eso conlleva. Ahora ves que es muy difícil, y lleva un grandísimo trabajo detrás», añade.

Ese ha sido su objetivo. El motivo por el que cada día coge la raqueta y salta a la pista dispuesta a mostrar su mejor versión. Esa férrea mentalidad le ha permitido ser, a sus 21 años, una de las promesas del tenis nacional. Actualmente, Irene es la número uno en Aragón. En España ocupa la decimosexta posición, una lista que encabeza Garbiñe Muguruza. Y, a nivel internacional, ha cerrado un buen año al conseguir situarse en el puesto 398. ¿Cuál es el truco? Trabajo, trabajo y más trabajo. La rutina se convirtió en su compañera más fiel durante la adolescencia. Como ella dice son los «cimientos» del tenista. «Siempre he defendido que todo lo que se muestra fuera de la pista es un reflejo de la persona. Si tu vida es ordenada en el ámbito personal lo más probable es que también lo sea en el profesional», sostiene la aragonesa.

Esa filosofía le ha permitido cosechar varios éxitos a lo largo de su corta trayectoria. «Recuerdo con cariño ganar mi primer ITF 10.000 en Castellón, en el 2015. Después tuve un año complicado, y con el triunfo en el ITF 15.000 de Vinaroz, en 2017, conseguí evolucionar. Ese título me ayudó mucho para encarar la temporada del 2018, en la que llegué a disputar mis primeras semifinales en un ITF 25.000», dice.

No copa portadas, ni abre secciones de informativos, aunque ya es toda una profesional. Sabe que esa categoría implica una serie de sacrificios. «Lo más duro son las malas rachas mientras encadenas derrotas en torneos a los que viajas sola. Eso es lo peor. Jugar fuera, estar perdiendo y lejos de los tuyos. En esas situaciones solo se puede confiar en uno mismo y volver a ganar», afirma. Fueron esas malas dinámicas las que le animaron a estudiar pedagogía, lo que le ha aportado más estabilidad mental para afrontar la competición. «Quiero ser lo más constante posible porque, al final, lo que marca la diferencia es la cabeza, la manera en la que afrontas los escollos que van surgiendo por el camino».

Irene ultima su puesta a punto para la próxima temporada, que arranca en enero. Cada tarde se enfunda el uniforme de entrenamiento para pulir los detalles y «ser más regular». Acaba de entrar en la lista de las 300 mejores tenistas del mundo y tiene claro cuál es su próximo objetivo: «Me encantaría estar entre las 200 mejores este año. Además, si entro en la previa de Australia sería genial,un gran premio al esfuerzo».