Llegar a la plaza del Pilar el día de la Ofrenda es una carrera de obstáculos amenizada por el canto de la jota. Las retenciones empiezan en la misma plaza de Aragón, donde hay una confusión de ansotanos, hombres con cachirulo, familias enteras ataviadas para la ocasión, bebés incluidos, de ahí la proliferación de carritos, todo presidido por un fuerte olor a calamares procedente de las casetas de gastronomía autonómica.

El ambiente, poco antes del mediodía, es alegre, distendido, como corresponde a una celebración con mucho rodaje, ensayada y mejorada año tras año. Hasta que llega el momento de avanzar, junto a la estatua del Justicia, la gente aprovecha para hacerse fotos de grupo y selfis que dejen constancia de los trajes que muchos de ellos, probablemente, solo lucen un día al año.

Independencia abajo, el espectador anda a sus anchas entre los puestos callejeros y puede fijarse en los detalles de los trajes regionales y en la cada vez mayor variedad internacional de los que intervienen. Los hay de Perú, de Rusia, de Argentina. Un grupo de Torrelavega (Cantabria) despierta el interés porque las mujeres calzan zuecos.

Las primeras complicaciones para el avance se presentan a la entrada de la calle Alfonso I, pese a que este año se ha canalizado el paso de los grupos con más oferentes por la calle Don Jaime. Da igual. Alfonso I es el tramo más saturado, en particular en donde confluye con la plaza del Pilar. Uno puede tirar para adelante por la acera, erre que erre, pese a los empujones y los pisotones, pero el tráfico de personas que vuelven de la Ofrenda es tan intenso como el de las que van y llega un momento en que unos y otros están bloqueados.

Muchos se desvían a la izquierda, por la calle Prudencio, y luego a la derecha, por la de Convertidos, y aciertan. Se sale a un lateral de la pirámide de la Virgen del Pilar, que a esta hora, las doce y media, aparece ya bastante cubierta de flores. Pero una vez alcanzado el objetivo las cosas no mejoran. Hay gente por todas partes. Algunos de los participantes, cansados de casi arrastrar los pies hasta la plaza del Pilar, se recuperan bebiendo cerveza y tomando tapas diseminados por las terrazas y los bares.

Un hombre con el traje típico aragonés arrastra un carrito que, en lugar de ramos de flores, lleva un jamón abierto, un chorizo y un queso empezados, así como un bidón de vino peleón. «Tres horas, llevamos tres horas andando», dice por toda explicación.

Pero una cosa es llegar a la plaza del Pilar y otra salir de ella. Para hacerlo hay que sortear a los asistentes al acto y zigzaguear entre público hasta atravesar una zona vallada con instalaciones de todo tipo. Detrás del Pilar parece que el mundo se ensancha. Pero sigue habiendo mucho personal y una de las aceras la ocupan los oferentes individuales que aún no han llegado a los pies de la estructura de los ramos. Por lo demás, los ubicuos vendedores de globos también están ahí, como los chinos que ofrecen unas pistolas que disparan burbujas. No hay forma de darles esquinazo.

Remontando Don Jaime en contradirección, tres aviones militares pasan en vuelo rasante sobre los centenares de personas que se dirigen al Pilar. Su estruendo compacto, que se anticipa unos segundos a su aparición, se superpone netamente a los distintos folclores que suenan en la calle, incluso al de un africano melómano que toca el xilofón con aplicación. Pero dura unos breves instantes. Enseguida vuelve la banda sonora del Pilar, hecha de voces animadas, jotas, rondallas y bullicio general.

Independencia arriba, en sentido contrario al desfile, el ambiente no ha decaído en absoluto. Pero a partir de la plaza de Aragón el panorama cambia. La gente se distancia, se ven grandes claros, los que han depositado los ramos se alejan camino del vermú o de sus casas y acuden otros que todavía no han hecho la Ofrenda. Por Sagasta baja embalado un joven baturro en patinete: el Pilar se ha subido a la modernidad.