Lo bueno que tiene subir a la Oktoberfest en tranvía es que evitas los controles de alcoholemia de la vuelta. Además, si cambias de opinión o te entra algún prejuicio antialemán, siempre te puedes apear en Los olvidados o en Los pájaros, o en cualquier parada intermedia, y coger el tranvía en dirección contraria. Pero no es el caso y te bajas en Mago de Oz, atraviesas una zona oscura y confusa y te presentas en las ferias.

Las atracciones funcionan a medio gas, algo normal para un martes por la noche, pero aun así hay un notable batiburrillo de luces, músicas, parlas de feriante, y el suelo está medio cubierto de tiques delante de las tómbolas. El recinto, reparas, está como adormecido, tranquilo antes de las aglomeraciones del fin de semana. En un compás de espera que no parece muy real pero se agradece.

Lo que cuenta es que, al no haber apenas gente, las calles son como más anchas, se anda rápido y enseguida se llega bajo el cartel de Willkommen, previo pago de 10 euros que dan derecho a entrar a la carpa y a un tanque de cerveza ¡de un litro!

Antes de superar los tornos de la entrada, ya te das cuenta, tus oídos se dan cuenta, de que la música suena a todo volumen, sin concesiones, sin matices intermedios ni finuras de ningún tipo. Es lo que hay. Pero has llegado hasta aquí, has abonado la entrada y ya atisbas deseoso el ambiente en el interior de la carpa.

La nave está ocupada solo en su segundo tramo, desde la mitad hacia el fondo, pues la clientela se pega todo lo que puede a la orquesta alemana que está tocando en el escenario, unos hombres en petos verdes de cuero, con tirantes sobre la camisa blanca, muy conformes a la idea que te haces de Múnich sin haber estado nunca allí.

Tocan una canción alemana tras otra y, al comienzo de cada una de ellas, emplean la misma fórmula. Suena algo así como ains, esvai, drai, súupa! y no hay manera de no retenerla, de no repetirla al unísono con ellos, que es lo que hace todo el mundo. Hay muchos grupos de jóvenes, pandillas de amigos, familias, matrimonios, cada uno de ellos con su correspondiente jarra, un público variado que baila, brinda sin parar, agita los brazos, se lo pasa muy bien.

La cerveza que trasiegan brilla dorada y apetecible bajo las lámparas y te pides tu tanque en una barra, a la derecha de la carpa, y después cruzas hasta el mostrador de la izquierda, donde sirven la cena, que se paga aparte.

Pides una salchicha y una kartoffelsalat y te giras con la comida en las manos hacia donde has dejado la cerveza, allí mismo, a un paso de ti, en la esquina de una mesa vacía. ¡Y no está! ¡El tanque ha desaparecido! Visto y no visto, catado y no catado. Kaputt!

Miras a todos lados desconcertado, pero un tanque de cerveza casi lleno no se diferencia nada de otro tanque de cerveza casi lleno, ¡y hay tantos! Te diriges entonces a una de las camareras, en la barra izquierda, pero, debido al estruendo de la música, es casi imposible hacerse entender.

Entonces te pasa por la cabeza un instante la absurda idea denunciar el hecho a un vigilante de seguridad. Pero el ruido atronador que te rodea hará inútil cualquier esfuerzo de comunicación, como si te dirigieras en español a un policía en algún lugar de Baviera. ¿Y cruzar a la barra de las bebidas?

La distancia es grande, como son grandes y largas las mesas, los bancos, las barras, las telas del techo. Hasta las fotos publicitarias de los platos muestran unas bratswurts enormes. Sí, todo tira a descomunal, germánico, groß. Total, te desanimas, cenas a palo seco y sales a la calle sereno. Allí un aguacero te sorprende y te despeja aún más si cabe. Esto es octubre, te dices camino de la parada del tranvía, octubre de verdad.