Si tenemos que señalar una realidad en la que se concentra gran parte de la identidad de los zaragozanos, es evidente que deberemos hablar de las Fiestas del Pilar. Las multicolores imágenes que aporta la fiesta no sólo se han convertido en nuestros mejores símbolos, sino también en añoranza para aquellas personas que viven fuera de Aragón. Por esa razón, las fiestas del Pilar -que desde el principio no son otra cosa que las Fiestas en honor de Nuestra Señora del Pilar- han jugado papel fundamental para construir esa sensación de pertenencia que destacó el sociólogo francés Durkheim, al afirmar que la conciencia colectiva prima sobre el pensamiento individual a través de esos momentos que reafirman la identidad.

Documentos y crónicas confirman que, a lo largo de los siglos, creyentes y no creyentes han ido tejido esta devoción popular y dando forma a unos festejos que ya documentamos en 1613, cuando los jurados de Zaragoza deciden guardar la fiesta en honor a la Virgen del Pilar el día 12 de octubre. Un arranque que no contó con procesión "por los pleitos que hay entre las iglesias de la Seo y del Pilar", enfrentadas por sus prerrogativas, aunque pudo contar con las socorridas corridas de toros organizadas por la ciudad. Quedaba fijada la fecha de la celebración, vigente cuatrocientos años después, aunque a su dimensión concejil se uniría la litúrgica en 1807, al conceder el papa Pío VII el rango litúrgico de celebración de primera clase a la fiesta del 12 de octubre. A partir de entonces, los ayuntamientos van intentando cumplir con la voluntad festiva de la ciudad, buscando apoyos para mejorarlas y, desde luego, haciendo frente a los momentos de tensión -en el siglo XX- en los que múltiples causas aconsejan no celebrarlas.

En 1909 el país está comenzando a vivir la dolorosa y sangrienta guerra de Marruecos, cuando el día 9 de julio, un capataz y trece trabajadores españoles fueron tiroteados al iniciar la jornada laboral en la construcción del puente sobre el barranco de Sidi Musa, a unos cinco kilómetros de Melilla. Ante las protestas generalizadas contra el envío de tropas, el ayuntamiento anuncia que no se iban a celebrar las fiestas, pero se encuentra con cartas en la prensa que cuestionan el dejar a la ciudad sin ellas, reducidos sus festejos a los meros actos religiosos fundamentales. Hay que dar marcha atrás y justificar este cambio de parecer, diciendo que con su no celebración "perdería no pequeños ingresos el comercio, la industria, la clase obrera, las arcas municipales, tan necesitadas de fondos...".

Este año se dieron algunos actos, con mesura, pero el problema volvió a presentarse al año siguiente cuando el ayuntamiento vuelve a plantearse no celebrarlas. Para evitar esa falta de fiestas, el Sindicato de Iniciativa y Propaganda de Aragón (SIPA) intentó reunir a las fuerzas de la ciudad en busca de dinero, pero la generosa llamada no recibió gran respuesta y al final abandonaron el proyecto, razón por la que sólo hubo algunos actos religiosos, organizados por el propio Cabildo.

Tras una década de tranquilas fiestas, el año 1920 España vive una situación de gran conflictividad social, hay convocadas elecciones para diciembre y las fiestas fueron vistas como un espacio de problemas, razón por la cual el ayuntamiento plantea no celebrarlas. Pero, el 3 de octubre y sin tiempo para reaccionar, la Comisión de Gobierno municipal explica que "como en Zaragoza hay mucha gente que quiere divertirse" va a elaborar -a toda prisa- un básico programa con el único fin, como se escribe en Heraldo de Aragón, "de dar la sensación a la ciudad de que no se pasan desadvertidas las fiestas tradicionales del Pilar".

Volvían a convertirse las fiestas en un problema, aunque nada parecido a lo que sucede en los años de la guerra de 1936, porque en 1937 se centraron en una gran corrida patriótica de la Asociación de la Prensa o en una conferencia de Pemán, datos que aporta hasta el jacetano El Pirineo Aragonés, que abre su periódico del 12 de octubre de 1940 con una editorial que titula "La Fiesta de Aragón" y en la que reconoce la importancia de estas fiestas para todo Aragón. Un sentimiento que sigue vivo hasta este año, en el que la no fiesta se asume como espacio de celebración interior, donde cada persona mantiene vivo el sentimiento de esta celebración, porque en ese hecho reside la sabia que alimenta la identidad aragonesa.