Un chaval de siete años posaba en la plaza de España ante la cámara fotográfica de su madre, con un trozo de fuet en una mano, con un cuscurro de pan en la otra y una sonrisa de oreja a oreja como carta de presentación. Estaba con sus familiares esperando a que le tocara su turno. Rondaban las once de la mañana y el niño era ajeno a la preocupación de unos por la lluvia que se esperaba, a la rabia de otros por los continuos retrasos y atascos y a la ilusión desbordante de otros que sentían especial devoción por ver a la Virgen rodeada de un manto de color.

Se avecinaba chaparrón. Y lo hubo, pero de miles de personas que esperaban ansiosos, ataviados con sus trajes regionales, para ofrendar sus flores a la Virgen del Pilar. Eso sí, el tiempo respetó. Por la tarde, el tiempo rompió su tregua y cayó un intenso aguacero que provocó que los oferentes se refugiaran por unos momentos para volver a retomar la marcha minutos después.

Los niños protagonistas

Fueron los ramos blancos los que triunfaron ayer en un gran pasillo cromático que empezaba en la Plaza Aragón y llegaba a la plaza del Pilar. Y los que concentraron todas las miradas fueron los miles de niños y bebés que desfilaron en una mañana de cielo claroscuro. Un bebé vivió su primera ofrenda en brazos, otros dieron sus primeros pasos al bajarse de sus carros para ir caminando torpemente hasta el manto de la Virgen de la mano de sus padres, algunos protagonizaron "selfies" y los que llevaban varias horas de espera llegaron dormidos indiferentes a los bailes y cantos regionales. Los asturianos llamaron la atención con el poderoso Asturias, patria querida interpretado con gaitas y tambores, los mejicanos y los paraguayos encandilaron al público con su alegría y sus intensas gamas cromáticas y la banda de Cornetas y Tambores de San Pablo de Zaragoza puso el punto solemne. Entre lo folclórico, hubo un hueco para una pedida de mano a los pies del manto de la Virgen que apiñó a la prensa.

Quizá, lo que se echó de menos fue un público más numeroso en el camino de la Ofrenda. Las gradas que se habían habilitado en la Plaza de España se vieron desangeladas y la calle reina, la calle Alfonso, ofrecía un aspecto desalentador con unas vallas muy vacías de espectadores, entre los que se vieron grupos de franceses e ingleses que vivían la cita por primera vez. Eso sí, era llegar a la desembocadura que da a la Plaza del Pilar y ver una poderosa masa de personas que no querían perderse la recta final de la tradición que congrega a grupos de todo el mundo.

El momento cumbre se dio cuando los oferentes llegaban a la plaza del Pilar y se giraban para ver a la Virgen del Pilar rodeada de un manto a medio tejer. Las reacciones eran dispares, algunos se emocionaron y no pudieron contener las lágrimas, los más devotos se santiguaron al llegar a la plaza, otros sacaban sus teléfonos móviles para inmortalizar el momento y algunos niños se distraían con el paso de la avioneta que sobrevolaba la plaza. Sin embargo, a todos les cautivó la belleza de una virgen engalanada en su día grande. Incluso alguno gritó: "¡Guapa, Pilarica!".