Aún no se había terminado de acomodar la clientela en sus asientos cuando El Fandi acabó con el primero de la tarde.

Después del habitual e inmisericorde abasto de largas cambiadas, capotazos para llevarlo al caballo, los pares de banderillas de rigor, el quite --que no falte-- y el millonésimo muleteo de siempre y como siempre, se perfiló y, abalanzándose sobre el toro, lo cazó de forma efectiva.

La plaza crujía reclamando el trofeo que Antonio Placer, desde el palco, acabó negando a pesar de la presión. La estocada estaba un tanto baja y se encastilló en una actitud que le perseguiría durante todo el festejo.

Porque en el segundo del granadino se reeditó la misma secuencia. El Fandi evacuó su faena, la de siempre (léase el párrafo anterior) pero esta vez el estoque tuvo el capricho de caer más en el sitio. Y la basca se vino arriba y aunque solo fuera por incordiar le pidió hasta las escrituras de la plaza. Placer, entonces sí, tuvo el ídem de sacar el moquero. Uno.

¡Y vuelta la burra al trigo! otra bronca hiperdecibélica. Sobre todo, bélica.

La ley y las leyes del toreo

Una cosa es la ley, que está escrita y otra las leyes del toreo.

La norma prevé que una labor abundante aunque sea mediocre, coronada con una estocada en el sitio es susceptible de premio. Incluso si está más cerca de resultar una gincana que de la ritual ceremonia del toreo. Pero el público dicen, manda.

Aunque le cuelen una escalera como la de ayer con dos toros con los cuatro años apenas cumplidos y dos ejemplares (1º y 6º) con 128 kg. de diferencia entre sí.

El público se exaspera por no ver pasear despojos pero se traga sin rechistar animales como el que abrió plaza, muy justito de presencia para una feria como la del Pilar. Y de postre, un caballón de 638 kg. que puteó a un Ginés Marín desnortado.

Luego están las leyes de toreo, que en fechas como la de ayer, inicio de la toma del coso por las multitudes menos formadas, se ahogan o ignoran entre el sonido ambiente convirtiendo Zaragoza en división de plata.

Con la fe puesta en la reaparición --muy forzada por lo que se vio-- de Ginés Marín, los cabales aguardaron pacientes su turno mas no advirtieron sino precauciones, desajuste, probaturas y falta de nervio.

No anduvo mucho más allá Alberto López Simón. Rodeado ahora como de un aura mística, ha virado el aguerrido código que le puso en circulación y se pasea por el ruedo como levitando.

Con el muy justito de presencia segundo (aunque se tapara por la cara) recorrió gran parte del ruedo.

Largó franela aquí y allá, siempre donde quiso el toro, como si este tuviera la obligación de traer el pase hecho. No hubo gobierno ni el toro estuvo metido en la muleta. Todo fue, casi por la cara.

El quinto se frenó en un par de ocasiones generando la lógica prevención en el torero. Luego le planteó la faena muy en corto, ahogándolo hasta el punto de que fue perdiendo longitud el recorrido, protestando al terminar el viaje. Acabó parándose.

En ese escenario se siente cómodo López Simón, descalzándose y metiéndose entre los pitones hasta rozar con la taleguilla los pitones del toro. Tras la estocada cayó la oreja. Como para no.

Una vez más, la ley escrita indica premio, las leyes del toreo de siempre, no. Conforme avance la feria se repetirá. Una tortura.