Decir ferias es tanto como decir ruido. Un ruido hecho de la suma sonora de todas las músicas imaginables, distorsionadas a fuerza de decibelios; del sonido propio de cada atracción; del bullicio del público; del vocerío de las tómbolas... Para muchos, quizá una mayoría, ese barullo es la esencia misma de la diversión.

Pero hay minorías que no soportan ese estruendo, y menos unido a las luces, destellos y focos que lo acompañan.

Este es el caso de los autistas, los niños y niñas con el síndrome de Asperger, por lo que ayer, de cinco a ocho y media de la tarde, los feriantes se pusieron de acuerdo para silenciar el ruido y la megafonía y atenuar los chorros luminosos en el recinto de Valdespartera.

El efecto fue inmediato. Desde lejos, para alivio temporal de los residentes, la peculiar barahúnda cotidiana de las ferias dejó de percibirse. Para los que estaban dentro, montando en las atracciones o paseando por las calles del inmenso parque de atracciones, fue todo un descubrimiento.

No solo se podía hablar. No solo los camareros oían a los clientes de los bares. No solo se percibía sin esfuerzo el crepitar de la leña en los asadores.

Lo que pasó fue que desaparecieron unos ruidos y emergieron con nitidez otros que debían de estar en segundo plano. Los trenecitos empezaron a circular con un traqueteo casi ferroviario (antes del AVE, más bien tipo Canfranero). Y la campanilla del camión de bomberos, anulada antes en el desbarajuste general, dejó sentir su alegría metálica.

El griterío entusiasta de los niños, y las gargantas de quienes se habían montado en las atracciones con más marcha, surgió de pronto.

En los autos de choque, con menos efectos lumínicos y sin el sonsonete percutor de las canciones, cobraron protagonismo los topetazos de los vehículos, incluso los inesperados silencios de los momentos sin golpes.

Al fondo del recinto, Gigant XXL, un enorme brazo giratorio con cestas para el público en cada extremo, impuso en las alturas el zumbido rítmico de sus aspas.

Solo un poco más allá, Espacio Zity seguía a su bola, con el concierto de turno pugnando por romper sus cúpulas y no consiguiéndolo del todo.

Era la excepción. Porque incluso el famoso Toro Sentado había pasado a ser Toro Callado, sin el machacón cántico de los indios. Y en la Casa del Terror hasta el miedo se traducía en gritos que llegaban con claridad a quienes pasaban por delante, sin mezclarse con los hits del verano.

Si acaso, la atenuación sonora y lumínica hizo que destacaran más las atracciones y los merenderos donde no había nadie. Su soledad se hizo más patente.

Es lo que decían los feriantes, que la música «crea ambiente» y «anima a la gente». Con todo, Nefi, en el Scalextric Lote O1, dijo que los padres con niños que padecen síndrome de Asperger estaban «agradecidos».

«Hasta a nosotros, los trabajadores, nos ha ido bien, no ha hecho falta repetir a gritos una y otra vez cada una de las órdenes al personal», explicó.

Porque con el límite de decibelios, situado en 80, pasa lo mismo que con el de velocidad: casi nadie lo respeta. Es más una referencia lejana que una imposición legal.

Debe de ser algo psicológico. Cuanto más ruido, más demanda, más diversión, más rentabilidad, en un in crescendo en el que todos ganan, salvo la salud auditiva. Claro, a las 20.30 horas, puntualmente, el ruido de las ferias regresó casi de súbito.

Solo unos segundos antes, un avión había atravesado el atardecer, preparando el aterrizaje. Y se pudo distinguir el rumor diferenciado de sus motores, de sus turbinas y engranajes. Las ferias no lo habían engullido en su ruido de fin del mundo.